Aquel día del mes de
septiembre, apareció en su mente el recuerdo de una maravilla en el interior del Templo de
Debod, la misteriosa y callada presencia
de Arcanda, dando color a las paredes del lugar. La jugosidad de sus
labios, ese perfil sobre el que inventar encuentros en los que eras dueño de
ellos toda una noche entera, y con uno de los dedos de tu mano, ella dejaba que
retirases la cremosidad del carmín, antes del ansiado roce de tus labios con
los suyos. Aquel contacto directo, tantas veces imaginado durante las horas del
día, soñado, con la cabeza apoyada sobre la esponjosidad de la almohada, entre pensamientos clandestinos y
sensaciones derivadas de ellos que hacen tener ganas de meter los pies en los
zapatos, abrir la puerta de charol roja, ahora convertida en rejas de metal ,
salir en mitad de la oscuridad, con la suerte de que brille la luna y sea ciega
a tus intenciones y buscar con tu olfato, esa delicada dulzura que recordabas
ofrecida a la sal de tus carencias a flor de piel. Y entonces, después de
contar las vueltas en círculo de las manillas del reloj plateado, testigo de
tus cortas noches, tu agitada respiración, calmada ahora, hace que tu cuerpo se
deje caer sobre las sábanas de algodón, que tus pensamientos dejen de volar por
tu cabeza y se aquieten, como cuando esa calma que aparece, al callar el
escándalo de una tormenta de granizo sobre suelos de cristal.
Y vas camino a dar
sentido a lo que hace que sigas teniendo ganas de vivir, piensas en la belleza
de todo cuanto te rodea, en el contenido, en el espacio en el que habitas y te
sientes tan libre que desnudas al que vive dentro de ti, lo emocional lo que te
impulsa; continuas pensando en todos los
muebles de la casa y los recuerdos que acontecen tras su adquisión, piensas que
forman parte de ti, pero te equivocas, vuelves a hacerlo, sigues mezclando
materia y esencia; sigues queriendo dar sentido a tu vida, entonces recuerdas esa
leal luz al romperse la mañana , colándose por uno de los pequeños agujeros de
la persiana que te protege de los demonios del asfalto. Te detienes en todo lo
que haces después de un agradable
desayuno, pero siempre ella en tu cabeza, reflejada en el contenido de
la taza caliente que sujetas entre sus manos, el líquido y delicioso té blanco.
Has pensado tanto que necesitas librarte de un peso
emocional, abres la mampara de la ducha y te ofreces desnudo a que el agua
tibia, borre las huellas de tu pasado y la realidad de tu presente vacío y
solitario. Levantas con cuidado el mando del grifo, observando los diminutos
agujeros por donde se escapará el agua que tanto esperas que caiga sobre tu
alma. Sientes el efecto del fluir del agua, primero sobre tu cabeza, después
sobre tu cuello y hombros, pasando por tu pecho, por el contorno de tu espalda,
entrando entre tus nalgas y al llegar a tus tobillos, miras hacia abajo y ves
como, mezcladas entre el agua turbia enjabonada, desaparecen por el desagüe
plateado todas esas emociones que no sirven para nada.
El abrazo de la toalla con olor a jabón de Marsella, se
siente en toda la casa, lloras, sin querer y tus lágrimas se funden con la
humedad que hay posada, todavía sobre ti. Abres tus ojos y al mirarte en el
espejo transparente, vuelves a pensar en Arcanda y en aquella última vez que
probaste de su locura, en la ventana al cielo que te abría siempre que le
pedías que hiciera un mundo para ti.
Sigues pensando tanto, que no eres consciente de que en
algún lugar, ella sigue existiendo para el mundo entero; te gustaría llamarla, volver a escuchar esa particular voz, que hace tanto que no
escuchas y tanto echas de menos. Miras el teléfono y el reloj que hay colgado
en una de las paredes del salón; marcas ocho números y te das cuenta del sonido al apretar
las teclas, estás a punto de marcar el noveno y, algo dentro de ti te detiene,
aprietas el teléfono muy fuerte, lo cuelgas y decides, quitar la toalla apoyada
sobre tu nuca y vestirse para salir.
Eliges al azar una camisa y recuerdas las veces que cubrió a
Arcanda por las mañanas, a tu lado; te pones un pantalón tostado, rodeas tu
cintura con aquel cinturón que tus hijos te regalaron las últimas Navidades y
al meter tus pies en los zapatos, miras el color de tus calcetines, sonríes y
decides cambiártelos. Después de ponerte la chaqueta, coger las llaves del
coche y el teléfono, te das cuenta de que no te has puesto colonia y casi
estabas a punto de cruzar la puerta, al ponértela, cierras los ojos, sonríes y
recuerdas la primera vez que la besaste, aquel beso tibio, el primero,
infinito, seguido de un millón más, que vendrían después, repartidos en
aquellos de los días más felices de tu vida.
Decides bajar andando por las escaleras y esa mañana te
sientes bien, seguro de ti mismo, sientes ganas de hacer cosas nuevas, de
emprender caminos, de dejarte llevar. Abres la puerta del coche, te pones el cinturón de seguridad que tan poco
soportas, le das al contacto, enciendes
la radio y suena una canción francesa que hace que se dibuje en tu cara una
sonrisa tan grande como la vida, no dejas de sonreír, quieres cambiar de gesto,
pero no puedes, la canción no te deja.
Te diriges a tu trabajo, donde eras más libre que en el
lugar que acabas de dejar, eso era antes, ahora ya no. Al llegar, enciendes el
ordenador, te quitas tu chaqueta, te sientas frente al ventanal que mira al Mar Mediterráneo, con ella en tu cabeza antes, ahora en tu agitado corazón.
De repente alguien llama a la puerta, algo dentro de ti, hace
que te sorprendas, por una décima de segundo, te construyes un futuro inmediato
aliviador , al abrirse entra por ella un
rayo de sol que alumbra tu vida entera y la llena con las mejores emociones y
los mejores deseos…
Mayte Pérez
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