jueves, 14 de mayo de 2015

EL PESCADOR DE ESTRELLAS DE MAR


Con el sabor de las delicias que ofrece
tan sólo, la dicha de ser,
con el agitado ritmo del corazón alado
que espera en tensión ser atendido
por todo ese fluir emocional,
que sin mencionar palabra y con ansias de gritar,
anda de puntillas sobre la realidad de un sueño,
pasajero ahora, antes fugaz,
como lo fueron las miles de estrellas de mar
que el cielo de verano derramaba
sobre un camino de rosas de pétalos dulces,
tanto como lo es la miel de tus pupilas,
donde se pierde el sentido y se empieza a creer en ti.
Como la primera gota del rocío de la mañana,
aquella que pinta de gloria los días del color de la  ceniza,
redonda, transparente, fresca, húmeda.
Como cuando se esconce la brisa mediterránea
entre los poros  de tu piel  con esencia de manzanilla,
y se quiere inventar la realidad de un deseo de papel,
que lleva tu nombre escrito con tinta de calamar albino
en ese idioma del que sólo tú,
entiendes mejor que nadie.
Como cuando estoy sentada frente a tu alma,
 apoyada entre las paredes del mundo
en que se continua gestando mi vida
y abres tus brazos de Este a Oeste
y sonríes de Norte a Sur.
Como cuando éramos niños de cuerpos de gelatina
buscadores de hacer realidad un proyecto presente,
 valientes guerreros sin escudos de protección,
con el alma tendida a la luz de la luna
y los pies sumergidos en agua dulce de río.
Como cuando caminas sobre el perfil de mi espalda
y sigo tus pasos hasta el final de mi camino, el tuyo, el mío, el nuestro.
Como la ventana que se abre en tu mundo,
para que al entrar en él,
me deje llevar por aquello que te gustaría ser, en realidad.


Mayte Pérez

martes, 5 de mayo de 2015

"MÁS DE MIL PÉTALOS DE ROSAS Y UN ABRAZO DULCE"


Como al caer desde el cielo a tierra firme, sentí un peso sobre mi espalda. Al reaccionar no supe qué hacía en aquel lugar. Me levanté del suelo y caminé por aquella calle polvorienta; era de noche y hacía frío, aunque mis manos permanecían tibias.
Todas las luces de las casas estaban apagadas, al ser consciente de ello, di un suspiro y me agarré el pecho para restar inseguridad. Seguí caminando y subí a la acera, fue entonces cuando mi corazón daba mil vuelcos al ver aquella ventana iluminada; no supe si dar media vuelta o seguir a ese presentimiento, continué caminando.
Me senté en la acera frente a la fachada de la casa, entonces salió ella y miré hacia otro lado; no era como la recordaba en sueños, ni la sombra de aquel cascabel, de aquella guerrera siempre abriendo puertas, animando a la peor de las víctimas de los errores del pasado. Iba vestida de un color oscuro, sostenía entre sus manos una taza con leche caliente, que casi no podía mantener en equilibrio y un rosario asomaba por uno de sus bolsillos.
No miraba a un espacio en concreto, daba la sensación de que esperaba a un verdugo que ya conocía.
 Suspiró al escuchar un lamento y entró de nuevo en la casa. Me levanté de mi asiento gris y frío y empezaron a fundirse mi vida y la suya, era algo extraño y verdadero. Decidí que no había nada que hacer y tendría que marcharme.
No había recorrido ni diez metros y me adelantó con pasos tan firmes como su palabra ante todo aquel que formaba parte de su mundo.
Llevaba unas tijeras de podar, el pelo ondulado recogido tras la nuca y ansIas de recuperar algo que parecía haber perdido.
 Al caminar más cerca de ella, mi respiración y la suya se entrelazaron, quería tocar sus hombros y quitarle del pecho aquella aguja enhebrada con hilo blanco que se hundía en la primera prenda que la cobijaba del frío.
Al llegar a aquel huerto me miró y me hizo bajar la mirada, nos miramos las dos como si fuéramos cómplices de un plan fugaz en mitad de la noche.
Daba comienzo el día y se podía ver en su mirada perdida su intención, al dejar las tijeras sobre sus rodillas, se dejó llevar por la brisa que emanaba el peso de aquel día de febrero. “¿Me puedo sentar a su lado?” y me miró los labios, a la vez que me los tocaba con las suaves yemas de sus dedos.
Se veían brillar sus lágrimas y como labraban un pequeño camino hasta en mitad de su pecho. “Niña, vengo en busca de pétalos de rosas rojas, para dar color a la piel que se está volviendo nacarada y no sé cómo volverla a teñir”
No supe qué decirle y le traje todos los pétalos de aquellas rosas que dormían en el huerto, en el interior de una cesta de madera donde se guardaba la leña que caldea el ambiente en invierno. ”¿Crees que no te he visto llegar?” he salido a pedirte que me lleves con tu recuerdo a orillas de la playa mediterránea, a la hora en que se esconde el sol, que me quites los zapatos y entres conmigo en el agua”.
Al cogerme la mano y apretarla fuerte, supe de su angustia y me quise ir muy lejos de ella, para no sentirle caer el mundo a sus pies. Al pasar frente a aquella casa, el sol entraba por la puerta, traía vida y se llevaba un sueño que cambiaría por otro.
La última vez que la vi, se había cortado el pelo, el tamaño de su sonrisa era mayor, llevaba de la mano a un pequeño que iba comiendo un pedazo de queso fresco con gotas de miel de eucalipto, del color de sus pupilas. Me acerqué a aquel niño y mientras le acariciaba el pelo, me sorprendió su dulzura pícara y la forma en que me miraba los labios, me recordó a la caricia de los dedos de su madre recorriéndolos, aquella noche, de un extremo a otro, tan despacio que me hizo sentir un amplio perfil.
 Le quise abrazar y al hacerlo, recordé el día en que le ofrecí más de mil pétalos de rosas frescas a ella. Mientras le tenía cogido a mi cuello, la escuché susurrarme bajito “No dejes de subirlo a tus rodillas cuando le pueda el llanto, de contarle historias cuando te las pida en silencio, de curarle las grietas de su tejado, que a veces el mundo será demasiado grande para él, pues ocupa, aparte de su lugar, el de un sueño que late”.
Me despertó la caricia de la brisa del mar, escapando hacia el norte, peinarme la piel. Desde que tuve aquel sueño hace tantos años, sigo en busca de aquel pequeño y del sabor de su abrazo a queso fresco y miel de eucalipto, del tinte de sus pupilas”
Mayte Pérez