EL AZUL MARINO DE TUS PUPILAS
Se respiraba vida aquella mañana; el suelo estaba mojado y
no era de lágrimas del cielo, era el sudor que fluía de los poros de su piel
que se deslizaba hasta sus tobillos y moría bajo las plantas
de sus pies.
No había más que una ventana abierta en la casa donde vivía,
donde se protegía de lo que no le gustaba, de lo que duele, de lo que hiere, de lo que transforma la
alegría y la hace pedacitos. Y sin embargo, se asomaba por ella, miraba el azul
del cielo y se sentía feliz, nada más por ser, por existir, por ser la dueña,
todavía de su nombre, por tener la oportunidad de vivir un día más que le
ofrecía aquella mañana pintado de gloria.
Le había dado la espalda a un mundo de mentiras, a un camino
de derrotas, a momentos de presión sobre sus hombros que la invitaban a caer de
rodillas, a aquellas palabras de lengua ajena que se enredaban en su cuello y
apretaban hasta que ella era consciente de que nadie podía entrar tan dentro de
ella, y era entonces cuando recuperaba el aliento para seguir a ese sueño que
le daba la vida, a alcanzar un propósito más que había dibujado sobre la
almohada que le había bordado la persona que la gestó en su vientre.
Sobre la mesa de cristal que había en mitad del salón, se
había dormido mil noches, trazando planes que podían cerrar heridas abiertas, cubrir al hueco que formó la paz con su
ausencia, ofrecer palabras que gritan piedad con hambre de mil perdones, si es
que había algo que perdonar.
Sobre cada uno de los 75 peldaños de la escalera había una
nota en blanco y un lápiz de madera en espera del calor de una mano que lo abrazase
y decorase con su interior a la piel del papel, con el deseo de volver a la
libertad del pensamiento, de librarse del peso de una tormenta que se había
instalado en la entrada de la senda del poeta, donde cada mañana iba en busca
del placer de la poesía, de la delicia de un recuerdo que hacía volverse dulce
a la sal.
Y aquella mañana se vistió de princesa, descalza de las
sandalias rojas que aprietan, segura del peso de sus pasos; llevaba una caña de
pescar, una aguja y el hilo de plata fino que tejía sueños y cosía a la piel
cuando se desgarraba del alma y quiere salir corriendo al infierno de
puntillas. Cuando cruzó el umbral donde se entra en el pensamiento que crea
soluciones y calla tempestades, encontró una puerta que cruzar a un mundo donde
la paz volaba en forma de mariposa, tenía dos hojas, estaba abierta y salía de
ella una brisa con sabor a aquellos días de verano donde jugaba en la playa mediterránea,
entonces sintió ganas de atravesarla, caminó dos pasos, se apoyó sobre el marco
de la puerta y al asomarse, le vio sentado en un banco de madera con el que estaba hecho el columpio donde
jugaban en el jardín. Él no la había visto, tenía la cara apoyada sobre sus
manos, un gesto de derrota y la ausencia de aquella sonrisa que a ella tantas
veces le había pintado sobre su espalda. A lo lejos le pareció que lloraba un
manantial y quiso cruzar la puerta, fue entonces en ese momento cuando él se
levantó corrió hacia la puerta al verla y la cerró sin más. Ella llamó tres
veces y nadie abría, estaba apoyada sobre su color y escuchaba los llantos de
él, se había vuelto a ver reflejada en el azul marino de sus pupilas y quería
abrazarse a su vida otra vez, quería mezclarse con el agua salada de sus
lágrimas, gritaba su nombre y se dejaba la piel de los nudillos de sus manos
sobre una de las hojas de la puerta. Él le pedía que se marchase, le recordaba
lo mucho que seguía creyendo en ella, le hablaba de la grandiosidad de la vida
cuando se logra vencer a al fuego de los dragones, de las posibilidades de
crear caminos alternativos a un nudo que tensa a las ganas de vivir; sentía
ansias de abrirle su mundo, abrazarla otra última vez, y volver a oler aquella
piel que años atrás había estado en contacto con la suya, aquella piel hija de
su misma madre. De repente ella calló su llanto y fue consciente de que creía
saberlo todo y en realidad, no sabía ya nada. Le preguntó el camino que elegir,
entonces él le recordó que llevaba una caña de pescar, hilo de plata fino y era
dueña de la oportunidad de construir un camino entre aquel desequilibrio
presente que estaba moviendo a todo su
espacio vital. Y detrás de aquellas
puertas se escucharon palabras:” Sólo tienes que creer en ti , nada más que eso,
saber protegerte de la oscuridad que te ha traído en busca de mi mundo,
escuchar más que a mis palabras, a las tuyas, entonces llegarás a un puerto de
sueños, y te darás cuenta de que no hay sufrimiento para toda una vida, de que
las guerras las vive uno aunque no quiera, pero recuerda que depende de ti no
formar parte de ella, incluso viendo a un hermano, delante de ti, vestido de enemigo,
con un arma entre sus manos, tentándote a entrar en el campo de batalla. Tan
sólo baja los hombros y sé sorda al dolor de sus juicios ignorantes, ciega a la
forma de sus palabras, fuerte a las tentaciones de sus llamadas a un duelo,
incluso sabiendo que llevas al triunfo de tu mano. Recuerda que no hay nada que
hacer ante el rencor, que dentro de ti se esconde el que tus días sean grises o
del color del merengue de fresa, que tienes un propósito que cumplir todavía y
miles de primaveras, de veranos, de inviernos y de otoños que contemplar. Eras,
eres y serás siempre grande para mí, aunque no esté, de ti depende que siga
existiendo si continuas recordándome”
Entonces ella sonrió, sintió la frescura de la brisa en su
rostro, recordó el olor de su vida y tuvo las fuerzas de continuar por un
camino perfumado con verbena y madreselva, donde no había más que temer y
volaban por él futuros esperando al fin de un presente para volverse como él y
poderse disfrutar…
Mayte Pérez