Caía el peso
de la nocturnidad sobre los hombros del guardián de mariposas, en silencio como
un susurro entre un escándalo, despacio como se desliza una lágrima sobre la
piel.
Vivía en un castillo sobre el mar, con paredes
de mantequilla salada, con ventanas sin cristales, con puertas que según
atravesabas, te conducían a espacios tan desconocidos como un futuro que se
espera con los ojos vendados.
Dormía en la
torre más alta de las cuatro del castillo que acariciaban las nubes
celestiales, rodeado de bellas obras esculpidas sobre piedra de jabón y la
presencia de más de mil mariposas, a las que protegía de la luz, como a su vida
del desamparo emocional, decorando las seis paredes.
Hasta llegar
a los pies de su cama y poder caer rendido sobre el colchón relleno de plumas
blancas, había que subir 1969 peldaños, todos ellos de madera de haya,
esperando sentir el peso tibio de las plantas de sus pies descalzos, pues el
suelo era tan delicado como el alma del guardián y antes de cruzar la puerta de
entrada, dejaba sus sandalias sobre el alfeizar de la ventana del salón para no lastimarlo.
Se llamaba
Milagro Fugaz Enequilibrio, nunca se
supo su edad ni la fecha en que nació, era tan alto como el sol y escondía un
corazón en mitad de su pecho con la particularidad de que estaba del revés.
Vestía ropa de algodón beige y sandalias hechas con la piel del tulipán, le
gustaba la comida dulce, sobre todo cuando la sal de la vida entraba por las
ventanas y entonces saboreaba dulzuras contenidas en botes de cristal sin
cuchara, las usaba como a un paraguas
para protegerse de la tormenta.
La primera
vez que le vio Esperanza de Verano se alejaba de su campo visual, cruzando la
plaza del Ángel caído, olía a madreselva y despedía toda esa paz que en algún
momento perdemos los humanos y ansiamos recuperar con los brazos abiertos.
Quiso ésta seguir sus pasos hasta el final de su camino, lo hizo de puntillas
como una ladrona de casualidades que se planearon el día anterior a un plácido
sueño.
Esperanza de Vida no creía en los Milagros y conocía el castillo sobre el mar donde vivía,
desde una tarde que regresaba de pescar remedios para el alma y al volver sobre
un barco de papel de arroz integral, vio las ventanas sin cristales y le
sorprendió que el calor estival respetase a todas aquellas paredes de
mantequilla salada.
Cuando entró
en el castillo Milagro, ella se dio cuenta que lo hacía sin hacer uso de
ningún tipo de llave maestra, simplemente, apoyó su mano y la abrió sin más, dejó las sandalias sobre la
ventana y la puerta abierta, por la que corría la frescura de la brisa marina
salada.
De los
techos colgaban cristales de colores que al chocar,los unos contra los otros,
simulaban el sonido de la delgada lluvia como alfileres sobre un suelo de cristal metalizado.
Las
paredes eran suaves como la primera piel del cuerpo, esa que es rosada, que
todavía no ha sido víctima del brillo del sol. Al subir las escaleras de madera
hasta la primera planta, encontró una biblioteca y en mitad una mesa de latón,
sobre la que se apoyaba un felino tan blanco como un copo de nieve virgen en
mitad del invierno.
Al ver el animal a aquel pequeño cuerpo de pupilas verdes
como los lagos de las entrañas de la isla de Ítaca, se acercó a oler sus ropas perfumadas con jabón de Marsella y como si hubiese visto al mismo demonio se escapó por uno de los ventanales,
se preguntaba si su presencia sería la causa de la inesperada escapada.
Esperanza de
Verano escuchó a Milagro subir, delatado por los crujidos de la madera de los escalones y se escondió detrás de las
cortinas.
Vio como él se sentó sobre una de las sillas
con un libro de mariposas entre sus
manos, llevaba una lupa, un pincel y un recipiente de vidrio con una solución
transparente. Transcurridos algunos minutos, se levantó, apagó la lámpara y
subió las escaleras hasta la torre donde soñaba con encontrar una mariposa con
alas de color rojo carmesí.
Cuando Milagro
se metió en la cama, ella cruzó la puerta y con ayuda de la luz de la luna,
pudo ver que aquel ser se rodeaba de más de mil mariposas apoyadas en aquellas
paredes suaves y frágiles, estaban allí posadas, quietas.
Todas brillaban con tonos violáceos y azules, como lo hace una mente soñadora entre
otras conservadoras y estáticas, nunca vio ante sus pupilas esmeraldas un
escenario con tantos destellos creados por las alas.
Se dirigió al
balcón y al asomar su cuerpo por la
barandilla, vio al Mediterráneo como lo hacían las gaviotas, sintió la vida
colarse por su nariz a partir del contacto
con aquella brisa, sonrió y al darse la vuelta, le sorprendieron unas palabras.
-¿Has venido
a traerme la última mariposa que estoy buscando desde antes que tu nacieras?
Esperanza de
Verano no supo que decir, sabía que estaba en una propiedad ajena, tembló con
todas sus fuerzas y cuando Milagro se acercó a ella, se cubrió la cara con las
palmas de sus manos, se podía leer en su frente al miedo en estado puro y a las
ganas de escapar por aquel balcón y dejarse caer sobre la espuma.
-No tengas
miedo, no te muevas y yo mismo la cogeré sin causaros daño a ninguna de las dos.
Esperanza se
quedó quieta ante las instrucciones de Milagro, y en menos de un segundo pudo
ver entre sus manos a la mariposa de color rojo carmesí que tanto andaba buscando.
La llevaba prendida en su pelo dulce desde que nació, lo supo aquella noche de
luna llena, cuando tras un silencio un Milagro con un corazón del revés le hizo
abrir los ojos y sentir al mundo salado.
Desde aquel
encuentro Esperanza de Verano cree en Milagros, incluso en otoño, invierno y
primavera y Milagro ya no es tan fugaz, ni continua en equilibrio, van de la mano
pintando caminos, derritiendo fronteras de mantequilla, que en ocasiones
parecen ser del más pesado de los
metales.
Mayte Pérez
(Septiembre y Junio sobre un soplo de Esperanza y un Milagro en que creer)
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