lunes, 28 de diciembre de 2015

LATIDOS BAJO EL CIELO

Acuna la noche  estrellada
el sueño de un ángel de piel y hueso
que sobre un nenúfar escribe un relato,
y bajo el crepúsculo aquieta su corazón
con la escarcha de los recuerdos
para abrigarse del frío al pisar descalzo.

Sus suspiros alcanzan al fluir del río,
sus ilusiones a los pasos de un niño la noche de reyes,
sus súplicas llueven sobre su espalda
envueltas en dulce papel que esperan caer
entre el calor de las manos que tejen historias
paralelas al centro de la tierra y al infinito espacio.

No deja de mirar a las puertas de Larache
y colgado de las nubes se columpia hasta caer rendido
sobre la espuma de la tarde cuando el sol se pinta más intenso
y se cazan mariposas que escapan de un desierto emocional
convertidas en caricias al azar para perder el sentido.

Para continuar despierto inventa presentes salados
que sin saber,
van a parar al mar a manos de una sirena con pies de plomo
que construye sólidos recreos y sendas perfumadas
donde se eleva el alma hasta la gloria,
donde cuerpo y mente se expresan verdaderos
y se llega hasta el propio y profundo interior.

Puede dejar pasar las etapas de un día entero
mezcladas entre el vapor de sus telas para después,
echarlas a volar hasta orillas de la playa
y ver que se funden como el queso curado
en contacto con el calor del filo de una navaja
con la que cortar un lastre que pesa más de mil años
y no deja que las aguas del río se vuelvan tan vivas
como lo estuvo su ser en aras de un delicioso sueño
que siempre le espera bajo el colchón de muelles,
sobre la esponjosa almohada a quien cuenta
el sitio donde, tarde o temprano le gustaría llegar.

No deja que la locura le haga cosquillas
ni se asome el vértigo al balcón de su mirada
por miedo a volverse a mirar en el espejo
que le lanzaba de vuelta el tiempo en que se es feliz
se ama con las manos abiertas
y se acuesta la esperanza rodeada de dichosa realidad.


Mayte Pérez (A tus silenciosos latidos, quiero)











sábado, 26 de diciembre de 2015

UNA ISLA EN LIBERTAD

En el fondo de la mitad del mar,
rodeada de aguas cristalinas y frescas
hay una isla donde se reúnen los poetas
cuando la tarde recibe al ocaso en su plenitud
y la luna asoma brillante.

Viven de los sueños propios y fantasías acunadas
construyendo sendas nuevas
que se observan desde los agujeros de la luna,
junto a las sirenas de cabellos cobrizos, dorados, tostados
en la condición de libertad,
estado que le pertenece al humano
y sin embargo se le niega bajo el brillo del sol
y con hilo de alpaca se remiendan las comisuras,
para que callen sus plegarias a la vida,
gritando paz absoluta, respeto y valor para levantarse
del sitio en el que les sientan sin saber.

Camina poeta, libre
 y sigue sembrando locuras que compartir,
que es más bella la vida por lo que se siente,
que por lo que se imagina al escribir despierta
y cada anochecer duerme
con el sabor mediterráneo sobre tu piel
sin olvidar que cada palabra tuya pesa
cuando la escuchan mis sentidos
y así vivirás en libertad.

Mayte Pérez



martes, 8 de diciembre de 2015

CUANDO EL TIEMPO SE DETIENE

“¡Eh, despierta! no todo fue un sueño, pero derrotaste al dragón de color rosa que aquella mañana te pareció tan inmenso y tan malvado”
Uno de los peores días de su vida en que recibió una noticia, que según ella, en aquel instante, tan convencida dijo que no era cosa suya, que era todo una equivocación; se propuso levantar la barbilla, echar los hombros hacia atrás y seguir su camino sin importarle nada.
Al llegar a la estación del tren le pareció que la vida se le iba entera sobre los raíles, al recordar un sueño que tuvo en  el que aparecía la caseta donde se expendían los billetes, en un contexto alejado del año en que estaba.
Sus propios pensamientos querían huir hacia rincones de azúcar, poder alejarse de un mar artificial salado y algo dentro de su cuerpo formaba una barrera que los hacía rebotar y apretar sus pulmones tan fuerte que pensó en llamar al Ángel de su Guarda, cuando fue a abrir la puerta para bajar del tren, se dio cuenta de que estaba en marcha y reaccionó, tarde pero a tiempo.
Subió a hombros de un gigante y se escucharon sus rezos hasta en el mismo centro de la tierra, le pareció que el sol  de agosto le caía, que el mundo era tan pequeño como un par de pupilas sorprendidas por la luz que ciega.
Empezó a contar y al llegar al número 40, secó las lágrimas redondas que le llegaban a los tobillos y le hizo una promesa a quien le recordaba al gran poeta, aquel que no conoció  más que en sueños y sin embargo sabía tanto de su vida.
Abrió todas las puertas y ventanas de su casa, guardó las cortinas en el armario en el que tantas veces se escondió, cogió todos los perfumes que decoraban el mueble de su habitación y los derramó sobre las paredes y al atardecer, se fue a la playa a lanzar una botella con un mensaje en su interior, por si alguien lo leía y al hacerlo comprendía su súplica.
Todas las noches mediterráneas antes de dormir, comenzaban en el mismo punto de partida hasta terminar al alba en brazos de un plácido sueño, al que ahuyentaba un resplandor que entraba por la ventana. Aquella noche fue eterna, se ahogaba en un respiro, subió y bajo mil veces los peldaños de las escaleras, otras mil más volvió a hacerlo contándolos, pero sin llorar. Se sentía valiente pero confusa, sentía que su cuerpo no le pertenecía, sus sensaciones de ahogo le entorpecían y no quería hacer ruido por no despertar a los fantasmas que volaban sobre su cabeza otra vez.

Fueron varias las noches sin descansar su alma, los días bajo la presión de dejarse llevar hacia un lugar donde más que ganar, se perdía todo, pero en el fondo del lago que imaginaba a orillas de sus pies, se leían siempre sus palabras, sus esperanzas, sus planes, sus locuras de seguir levantando esa nueva vida en forma de círculo, con ayuda de los ladrillos sólidos que se cocían a fuego lento, despacio.
 De vez en cuando se perdía por desiertos desolados de harina de maíz y se encontraba siempre rodeada de seres humanos con los que abrigarse del frío, con los que seguir latiendo, a los que agarrarse tan fuerte como a un sueño a punto de convertirse en realidad…..
 https://youtu.be/gNS1jTQOnCs  

viernes, 18 de septiembre de 2015

POEMAS DE PAPEL


Hay poemas del alma
que ni a la luz de la luna,
brillan sus locuras ausentes,
donde en noches de soledad
se fueron tejiendo caminos.

Dulces poemas escritos, ajenos
a  un dolor que acecha tatuado
sobre el perfil del primer beso,
tibio, húmedo, fresco.

Que cogidas de las manos
fueron las palabras privadas sobre papel
en las que se sentía de la esencia
de una vida prestada que ansiaba presentes
más que un pasado por existir
o un futuro que imaginar .

Fueron los poemas más vivos
a la luz del sol,
escritos cada amanecer
sobre la delicia de una caricia que se espera abrir
como un regalo a cambio de una vida
que termina por recordarse,
 y se abandona al anochecer
cuando no se ven estrellas
brillando en un cielo pintado de sombras,
para que nadie sepa de sus lamentos
y no duela el abandono
al que tanto se teme afrontar.


Mayte Pérez 


martes, 15 de septiembre de 2015

MILAGRO FUGAZ ENEQUILIBRIO, EL GUARDIAN DE MARIPOSAS


Caía el peso de la nocturnidad sobre los hombros del guardián de mariposas, en silencio como un susurro entre un escándalo, despacio como se desliza una lágrima sobre la piel.
 Vivía en un castillo sobre el mar, con paredes de mantequilla salada, con ventanas sin cristales, con puertas que según atravesabas, te conducían a espacios tan desconocidos como un futuro que se espera con los ojos vendados.
Dormía en la torre más alta de las cuatro del castillo que acariciaban las nubes celestiales, rodeado de bellas obras esculpidas sobre piedra de jabón y la presencia de más de mil mariposas, a las que protegía de la luz, como a su vida del desamparo emocional, decorando las seis paredes.
Hasta llegar a los pies de su cama y poder caer rendido sobre el colchón relleno de plumas blancas, había que subir 1969 peldaños, todos ellos de madera de haya, esperando sentir el peso tibio de las plantas de sus pies descalzos, pues el suelo era tan delicado como el alma del guardián y antes de cruzar la puerta de entrada, dejaba sus sandalias sobre el alfeizar de la ventana del salón para no lastimarlo.
Se llamaba Milagro Fugaz Enequilibrio, nunca  se supo su edad ni la fecha en que nació, era tan alto como el sol y escondía un corazón en mitad de su pecho con la particularidad de que estaba del revés. Vestía ropa de algodón beige y sandalias hechas con la piel del tulipán, le gustaba la comida dulce, sobre todo cuando la sal de la vida entraba por las ventanas y entonces saboreaba dulzuras contenidas en botes de cristal sin cuchara, las usaba como  a un paraguas para protegerse de la tormenta.
La primera vez que le vio Esperanza de Verano se alejaba de su campo visual, cruzando la plaza del Ángel caído, olía a madreselva y despedía toda esa paz que en algún momento perdemos los humanos y ansiamos recuperar con los brazos abiertos. Quiso ésta seguir sus pasos hasta el final de su camino, lo hizo de puntillas como una ladrona de casualidades que se planearon el día anterior a un plácido sueño.
 Esperanza de Vida no creía en los Milagros y  conocía el castillo sobre el mar donde vivía, desde una tarde que regresaba de pescar remedios para el alma y al volver sobre un barco de papel de arroz integral, vio las ventanas sin cristales y le sorprendió que el calor estival respetase a todas aquellas paredes de mantequilla salada.
Cuando entró en el castillo  Milagro, ella se  dio cuenta que lo hacía sin hacer uso de ningún tipo de llave maestra, simplemente, apoyó su mano y la  abrió sin más, dejó las sandalias sobre la ventana y la puerta abierta, por la que corría la frescura de la brisa marina salada.
De los techos colgaban cristales de colores que al chocar,los  unos contra  los otros, simulaban el sonido de la delgada  lluvia como alfileres sobre un suelo de cristal metalizado. 
Las paredes eran suaves como la primera piel del cuerpo, esa que es rosada, que todavía no ha sido víctima del brillo del sol. Al subir las escaleras de madera hasta la primera planta, encontró una biblioteca y en mitad una mesa de latón, sobre la que se apoyaba un felino tan blanco como un copo de nieve virgen en mitad del invierno.
 Al ver el animal a aquel pequeño cuerpo de pupilas verdes como los lagos de las entrañas de la isla de Ítaca, se acercó a oler sus ropas perfumadas con jabón de Marsella y como si hubiese visto al mismo demonio se escapó por uno de los ventanales, se preguntaba si su presencia sería la causa de la inesperada escapada.
Esperanza de Verano escuchó a Milagro subir, delatado por los crujidos de la madera  de los escalones y se escondió detrás de las cortinas.
 Vio como él se sentó sobre una de las sillas con un libro de  mariposas entre sus manos, llevaba una lupa, un pincel y un recipiente de vidrio con una solución transparente. Transcurridos algunos minutos, se levantó, apagó la lámpara y subió las escaleras hasta la torre donde soñaba con encontrar una mariposa con alas de color rojo carmesí.
Cuando Milagro se metió en la cama, ella cruzó la puerta y con ayuda de la luz de la luna, pudo ver que aquel ser se rodeaba de más de mil mariposas apoyadas en aquellas paredes suaves y frágiles, estaban allí posadas, quietas.
 Todas brillaban  con tonos violáceos y  azules, como lo hace una mente soñadora entre otras conservadoras y estáticas, nunca vio ante sus pupilas esmeraldas un escenario con tantos destellos creados por las alas.
Se dirigió al balcón y al asomar su  cuerpo por la barandilla, vio al Mediterráneo como lo hacían las gaviotas, sintió la vida colarse por su  nariz a partir del contacto con aquella brisa, sonrió y al darse la vuelta, le sorprendieron unas palabras.
-¿Has venido a traerme la última mariposa que estoy buscando desde antes que tu nacieras?
Esperanza de Verano no supo que decir, sabía que estaba en una propiedad ajena, tembló con todas sus fuerzas y cuando Milagro se acercó a ella, se cubrió la cara con las palmas de sus manos, se podía leer en su frente al miedo en estado puro y a las ganas de escapar por aquel balcón y dejarse caer sobre la espuma.
-No tengas miedo, no te muevas y yo mismo la cogeré sin causaros  daño a ninguna de las dos.
Esperanza se quedó quieta ante las instrucciones de Milagro, y en menos de un segundo pudo ver entre sus manos a la mariposa de color rojo carmesí que tanto andaba buscando. La llevaba prendida en su pelo dulce desde que nació, lo supo aquella noche de luna llena, cuando tras un silencio un Milagro con un corazón del revés le hizo abrir los ojos y sentir al mundo salado.
Desde aquel encuentro Esperanza de Verano cree en Milagros, incluso en otoño, invierno y primavera y Milagro ya no es tan fugaz, ni continua en equilibrio, van de la mano pintando caminos, derritiendo fronteras de mantequilla, que en ocasiones parecen  ser del más pesado de los metales.

Mayte Pérez (Septiembre y Junio sobre un soplo de Esperanza y un Milagro en que creer)






sábado, 5 de septiembre de 2015

LA VIDA QUE SE ESPERA

Llegó a brazos de este mundo
como cuando cien años de sequía
y la lluvia ofrece a la fertilidad de la tierra
la esperanza de gestar vida que llevarse a la boca
que calmar el hambre que siente el interior humano
cuando ya no quiere de sueños.
Llegó con la dulzura del tacto del pétalo de rosa,
con la alegría de una noche en la que se espera probar un sueño,
como la noche prometida,
en la que empezó el primer de sus latidos
para después pasar a ser un pequeño corazón más
que pasear por la senda del poeta,
que parar a descansar en rincones ausentes
 para los que no tienen prisa.
Era la perfección de una melodía que se siente
 la que se va siguiendo despacio,
la que se espera después de una batalla diaria
y al sentirla cerquita despides el instante
para nadar en el mundo de los sueños de papel
como cuando se escriben palabras untadas
sobre la espalda que espera una caricia perpetua
que al notar la presión se contrae y se esconde
por miedo a delatar un sentimiento que roba la paz
y se cuela por el ombligo con la rapidez del viajar de la luz.
Era ser que contemplar apoyado sobre los hombros cómplices
mientras le soplaba la brisa del Mediterráneo al caer la tarde,
era desear estar con ella para cubrir tiempo volado
que se recuerda envuelto en una sonrisa con forma de nube,
si sentías su pequeño cuerpecito entre tus brazos
te hubiese gustado detener el tiempo
y volverte como ella, tierna como el corazón de la sandía
 tranquila, como cuando cesa la furia de la tormenta,
suave, como la primera piel con la que se abre la luz del día.
Como cuando se abre una puerta cerrada,
entró a formar parte de la inmensidad de un espacio hueco
que llenó sin mesura en un instante tan pequeño,
como el grano de arena que cubre una playa,
vestía de felicidad los días en los que no brillaba el cielo
con ella volabas de puntillas hacia futuros ansiados
 y te volvías de la textura de la carne del membrillo,
si te enredabas en el gesto de su mirada sincera.
Era todo lo que se quiere,
que cabe sobre la palma de una mano,
que es del peso de la pluma de golondrina
que se toma hasta el final
y se desea como al principio.
Era como querer volver atrás y abrazar la vida de nuevo
vista desde el corazón que no se cubre de nada,
si cogías su mano regresabas al olor de la niñez
que escondes en uno de los cajones de los recuerdos.
Era un presente esperado
 con la frescura del rocío de la mañana
esperar la noche impaciente
 para dormirte al son de su respiración
sonriendo, simplemente por tenerla contigo
y saber que al despertar seguiría estando para ti,
para la continuación de seguir cuidando de ella

Mayte Pérez

domingo, 30 de agosto de 2015

UN PEQUEÑO MUNDO SALADO



“De noche, Miluna Alma de Gelatina, se acostaba bajo los pies de un gigante, envuelta en esperanzas presentes de colores, abrazada a un deseo en forma de prado, por el que se perdía dando vueltas junto a su compañero de juegos y fiel amigo, Mudito Corazón de León”


Algunas de las mañanas de Miluna comenzaban con piedras en el cristal de la ventana que lanzaba Mudito, para despertarla y ésta al verlo, se olvidaba de que había que ir a la escuela y que su madre, la esperaba en la cocina con una taza de chocolate templado, 100 gramos de galletas de avena y canela molida y la cartera roja con lunares.
Aquel día la fue a salvar su amigo del peso de una nube, la insensatez de su padre, que de no ser por aquella piedra que encontró en el camino, estampada en el cristal de la ventana, la vida de Milú se habría esfumado como un ladrón lo hace al huir de puntillas, en noches de luna vacía de la luz de las farolas eléctricas.
-Milú, vamos a ver el mar y a mirarnos en él. Le dijo Corazón de León. Ya verás como te gusta, el mar es como el valle donde vamos al salir de la escuela, grande, inmenso, pero de color azul, como el cielo. Si metes los pies dentro, se mojan y se enfrían. Está lleno de agua y sabe a miércoles.
-León, ¿a miércoles sabe? ¿por qué sabe a ese día y no a otro de la semana? Le pregunto la pequeña asombrada.
-Pues sabe a miércoles porque ese día vi a mi madre muy triste llorar, la abracé, la besé en las mejillas y probé una de sus lágrimas y cuando me llevaron a la playa del Mediterráneo, vino una ola, me rebozó como a las torrijas que hace mi abuela, me entró esa agua por los agujeros de la nariz y era salada, sabía como mi madre.
-Entonces, el mar sabe a tu madre, no a miércoles.
-No bobita, no, que mi madre es dulce como la leche condensada, pero cuando se puso triste, le brotó eso redondo, transparente y salado, pues eso como el mar. Yo le pregunté que por qué lloraba y sabes qué me pasó, que me contagió, como cuando mi hermano mayor tenía la gripe y me la pegó, saltó de su cama a la mía cuando yo estaba distraído dormido, que si eso me pasa con la luz encendida, no me habría contagiado de la gripe.
-León¿ y casi te tragas al mar entero por la nariz, pero todo entero?. Me pregunto qué te habría pasado, te habrías convertido en pez o algo así, como uno de peces de colores que tengo colgados del techo. No te imagino convertido en pez y con las gafas, entonces tendrías que usas gafas de bucear, como las que lleva mi padre en la mochila de las vacaciones, que dice mi madre que son para cuando se marcha a ver a las sirenas y como ellas viven en el mar, pues eso gafas de bucear.
Montados en la bicicleta violeta de tres ruedas, que había heredado de su hermana, Mudito cogió a Miluna y la sentó con cuidado de que no se le rompiera, y de no  mancharle el pijama rosa con pingüinos, que todavía llevaba puesto, se olvidó de cogerle las los zapatos azul marino que su madre le ponía para ir a la escuela, pero llevaba los calcetines con un agujero;  la sentó en la cesta de mimbre, donde su madre metía las bolsas de la compra. Le puso las gafas de aviador que compró en el rastro,  y el casco de explorador; él llevaba una capa roja atada al cuello, un casco naranja con pegatinas de los Beatles, pantalones por las rodillas con los calcetines de color rojos a juego con las rayas de su camiseta.
-Milú, que nos vamos, he cogido un mapa, una linterna, una brújula,  la tienda de campaña, agua, galletas, un bote de leche condensada, una bolsa con latas y comida, los ahorros desde Navidad, iba a cogerlos desde mi cumpleaños, pero los he dejado en la hucha por si nos volvemos a ir a ver otro mar, no he cogido los cepillos de dientes ni la pasta, no pasará nada ni nos reñirán.
-Pero León no corras mucho con la bici que me puedo marear y devolver la cena, que el desayuno estará en la mesa y mi madre a su lado enfadada y canta durante el viaje esas canciones que aprendiste de tu abuelo cuando estaba en la guerra que a mí mi madre no me deja cantarlas.
Y así fue como aquel par de niños emprendieron un viaje temprano lleno de fantasías como en el mundo de los sueños, que jamás olvidarían durante el resto de sus vidas, de la mano de la inocencia de la niñez, las ansias de un niño de llevar a su mejor amiga a conocer el mar y la ilusión de una niña por meter los pies en el agua salada.
Transcurridas tres horas llegaron a un lugar donde había un río en mitad de un valle, rodeado de árboles tan altos como el cielo; a Miluna le pareció que ya era hora de comer.
-León ¿y si paras la bici? que me rugen las tripitas, me bajas allí en el río y abrimos el bote de leche condensada, sería más feliz de lo que ya soy ¿vale? Comentó la niña, mientras le tiraba de la capa a su amigo.
Mudito era muy cabezota aparte de travieso, la única persona a quien obedecía sin rechistar era a aquella pequeña de cabellos marrones ondulados, ojos del color de la cáscara de la avellana, piel tostada y alma tan dulce como la miel.
Pararon bajo un árbol y dejando todas las cosas a un lado, sacaron un bote de fabada que se comieron con las manos pues se olvidó Mudito de coger utensilios para comer, después en el río se lavaron las manos y al amparo de la sombra de aquel gigante de hojas verdes, se durmieron un par de horas. Les despertó el sonido de un rebaño de ovejas, el perro que iba con ellas ladraba y olisqueaba a la niña, Mudito intentaba que se marchase lanzándole piedras.
-León no seas malvado y deja de lanzarle piedras al pobre perro y si no me obedeces te volveré a llamar Mudito cuatro ojos capitán de los piojos, me prometiste que ya no volverías a portarte mal con los animales, que ya sabes lo que te dijo mi madre de los gatos, eso de las siete vidas no siempre es verdad y mira si tenía razón ¿eh? Le hiciste daño a Candilejas el gato del maestro.
Mudito al escuchar lo del gato dio un salto y se marchó muy nervioso, haciendo un gesto de ira y enfado que a Miluna pareció no importarle. La niña se quedó sentada acariciando el lomo del perro y pensando que pronto se haría de noche y que si no se le pasaba el enfado a Mudito no sabría cómo montar la tienda de campaña ella sola.
-Pero ¿por qué siempre me recuerdas cosas malas que ya las tenía borradas del cerebro?, pero ¿qué te crees que yo no lloré cuando vi que Candilejas no se movía y que iría al infierno cuando me tendría que morir? por eso me da miedo morirme, porque ya sé lo que me pasará, que me lo dijo el cura, chivata, que eres una chivata y yo no te lo digo.
-Pero yo te dije que fueras a don Pepito a confesarte para que no fueras allí al infierno  y cuando me dijiste que no irías a verlo, pensé en hacer algo para acompañarte cuando me haga mayor y me tenga que morir y así ayudarte a apagar las llamas, León. Ya no lo pienses más o no podrás dormirte y te dolerá la tripa.
Cenaron a la luz de una vela, pan tostado con paté y agua, después entraron en la tienda y sobre una manta que la abuela de Mudito había tejido durante lo que duraba un curso, se quedaron dormidos como lirones uno junto al otro.
Por la mañana después del desayuno y el aseo en el río, volvieron a subir a la bici y se marcharon de nuevo, en busca de aguas mediterráneas en compañía de las ganas de conocer el mundo que se tiene cuando se es niño y existe ese contacto con la naturaleza que hace que cada día esté a punto de rozar la magia.
Ese día el cielo estaba tan azul y colgaban de él tantas nubes con forma de algodón, que Miluna, no dejaba de sonreír sorprendida cada vez que cogían un bache y su vista, en vez de estar fijada en el horizonte y en las rayas de la camiseta de su amigo, se le despistaba al infinito e inmenso cielo, al final fueron carcajadas contagiosas que hicieron para las tres ruedas.
-Pero ¿de y tú de qué te ríes tanto, bobita? Preguntó Mudito a la niña.
-¿Es qué no lo ves? pues mira arriba, las nubes están como mi tía, locas, cambian su forma. Mi madre decía que a mi tía le pasaba lo que a las nubes, se les alteraba el estado y yo nunca las había visto tanto tiempo y tan grandes y ahora las miro a todas y me acuerdo de mi tía y del día que me llevó a la escuela vestida de princesa, igualita que ella iba yo. La seño Victoria cuando nos vio llegar  se fue al despacho del director enfadada. Entonces mi tía Lola me dijo que se iba a liar una gorda y se lio, León, pero tampoco fue para tanto. Eso sí, no se lió enseguida, tardó unos días; fue una mañana en el despacho de Don Ginés, le decía a mi madre que mi tía había perdido el juicio y que era una mala influencia para mí, yo no entendía nada si con ella me lo pasaba tan bien. Era la que mejor preparaba las meriendas, me contaba cuentos antes de dormir, cuidaba de mí cuando mi madre tenía que irse a trabajar y si mis padres se enfadaban y se gritaban, con  la almohada en mis oídos no se callaban, entonces llegaba ella contenta y feliz, no como estaban ellos, cogía un cuento, abría la ventana y despedía a no sé qué y a no sé quién de nuestra casa y se me iba pasando el susto más que con las gotas de azahar que me daba mi abuela la vez que me caí por la ventana. Oye y recuerdo la mañana que vinieron a casa unas personas muy preguntonas y curiosas  y fue cuando vi que  mis padres se abrazaron por primera vez  se quisieron mucho ese rato que duró la visita y al llegar mi tía, en vez de estar alegre al ver cómo se querían, se enfadó con ellos y les llamó hipócritas que no tenían perdón. Y ya está León de eso me reía, echo de menos a mi tía Lola, ella sí que sabe lo que me gusta.
-Pues yo Milú solo echo de menos a mis álbumes de cromos y al árbol de la plaza, ese grande donde nos subimos a escondernos del carnicero cuando le tiramos piedras por el garaje y sin querer le rompemos las macetas, es un  momento que mejor salir corriendo y subir al árbol, entonces no nos pilla y no sabe que somos nosotros, Pablo, Miguel, Sebastián y yo.
-Pero si ellos son los mayores, cómo es que hacen eso, si deberían de enseñarte que eso no se hace, claro como ellos no tienen padres y han vivido en esa escuela tan rara. Dice mi tía Lola que a ellos hay que quererlos más que a los demás niños, que no les contaban cuentos las monjas y les daban pellizcos y coscorrones. Por eso mi madre no quiere que seamos amigos y no va a querer que nos casemos de mayores tú y yo, por mucho que le digas que cuidarás de mí, dice que los chicos sois todos iguales y que vais a buscar lo mismo, oye ¿tú sabes que es lo que buscáis? ¿o todavía no?
-No sé Milú, es que mi madre no dice lo que la tuya, mi madre te quiere mucho y cuando salgo a buscarte me dice que te cuide y hasta me prepara la merienda para ti y a veces le gustaría que vivieras con nosotros, yo creo que lo dice porque le gustas como a mí. Y  mi padre la besa en la boca, le da abrazos, no son como tus padres, son más callados y no cambian tanto. Y ahora vámonos ya que nos parecemos  a los mayores hablando de esas cosas.
En el mes de mayo el olor en el prado es distinto, las mariposas acarician el instante, brota la vida de las entrañas de la tierra, los colores son alegres, se maquilla la tierra  y se viste de tonos pastel, intensos que recuerdan a la frescura de la lluvia, a la brisa de la mañana anunciar al calor del verano.
Vistos los dos personajes por la parte de atrás, montados en aquel triciclo, recordaban lo que abandonamos si nos dejamos llevar por la locura que encierran sus ilusiones sin mesura. El mundo de los dos era perfecto, no existía un futuro incierto ni al que temer, el pasado era para evocar risas, aprender de los pecados de los adultos, recordar sabores y tardes en la escuela, cromos que se consiguen para empapelar un álbum; el presente lo vivían tan intensamente como un trago de la primera experiencia de placer entre retales a los que ofrecerse cuando llega la gélida estación en forma de emoción.
A lo lejos del paisaje vieron una montaña junto a una arboleda donde había un lago, así que decidieron salir del camino y llevar andando al triciclo hasta la ladera. Al llegar y ver la quietud de las aguas cristalinas, Mudito no dudó ni un segundo en quitarse la ropa y lanzarse desde la rama de un árbol que asomaba en la orilla.
-León estás muy taradito, me asustas cuando haces esas cosas y si chillas más aún.
-Milú, chillo porque está muy fría el agua y así espanto al fresco.
Mudito en verano y cuando hacía buen tiempo, pescaba los sábados con su padre y su hermano mayor en el río que había en el pueblo; su madre les preparaba una cesta con bocadillos, agua fresca y fruta. Se iban los tres con Duncam, el perro labrador, por la mañana pronto, cuando su padre llegaba de trabajar en la panadería. Mientras su hermano y él pescaban, su padre bajo un árbol, después de haberse dado un baño, se dormía plácidamente, se quedaban a comer en el río y al caer el sol se marchaban a casa. Ese día para cenar había pescado asado, patatas con escabeche y de postre natillas con mucha canela.
Cuando Mudito salió del agua se encontró a Milú dormida sobre la manta de la abuela Carmen, se sentó a su lado y no dejaba de mirarla, le miraba los pequeños pies desnudos, las piernas, la postura que adoptaba cuando se dormía, le recordaba a los dibujos de los cuentos que le contaba su hermana mayor y a los ángeles de los cromos que habían guardados en la caja de latón de los bombones valor, y la sorpresa que se llevó cuando la encontró al pensar en el atragantón que se iba a pegar con tanto dulce y al abrir la caja y encontrar los cromos, se le fue la alegría por un instante, hasta que salió al patio cogió la pelota y se marchó a la plaza a jugar con Pepe,Juan, Manuél y Guillermo, sus compañeros de escuela.
Le empezaban a hablar  las tripas como el rugido de un león, al pequeño, tenía hambre pero como Miluna estaba dormida, pensó que sería mejor esperar a que despertara, aprovechó para coger el anzuelo que guardaba y el hilo y pescó en el lago un par de peces medianos.
-León, León, me duele la pierna, dónde estás.
Miluna se despertó y se asustó al no ver a su amigo cerca, estaba acostumbrada a que le guiara los pasos y le alumbrase la vida con la luz que escondía en su interior. A los ojos del mundo era un niño inseguro y miedoso, pero para la niña era un rey muy grande, que se inventaba batallas en las que la rescataba de un dragón malvado del color de la calabaza y pezuñas enormes como la copa de un roble.
Al ver que no le respondía, lo llamó más y más fuerte, perdió más de un kilo de voz con aquel tono tan elevado.
-Pero mira que eres miedosita y comesustos, pero ¿es que no ves que estaba pescando en el lago? que vengo de allí y tú vas te pones a gritar y yo me asusto y he tenido que cruzar el lago casi sin entrar en el agua. Mira que eres cría pequeñaja.
-Eres un imbécil perdido, me quiero ir al pueblo que me duele la pierna, llévame a casa en la bici que quiero una pastilla redondita y la manta que se enchufa de mi madre.
-¿Te duele mucho Milú? espera, a ver que piense, sí ya lo tengo, cuando estaba pescando he visto que había un pueblo cerca, voy a comparar pastillas que tengo los ahorros, tu espera aquí que no tardo, mira al cielo y cuenta las nubes, haz como cuando te duele en casa y no está tu madre, que te distraes cantando.
-Vale León, pero ten cuidado.
Se montó en la bici y no tardó mucho en llegar al pueblo, encontró una farmacia pero estaba cerrada, en el cartel estaba escrito el horario, como no tenía reloj, tuvo que buscar la iglesia para ver la hora. Al llegar a la iglesia el cura salía, él supuso que se marcharía a su casa para comer y que tendría prisa, cuestión que no le supuso ningún problema, pues a pesar de su nerviosismo, le preguntó por la hora.
El cura al verlo le pidió que se acercara, el niño le repitió lo mismo dos veces y entonces fue cuando los dos se dieron cuenta, uno de que estaba sordo, el otro de que le preguntaba algo.
-Hola, no te escucho, pero si hablas despacio, te leeré los labios, y bien empieza.
-Hola señor cura, he venido a la farmacia a comprar pastillas que quitan el dolor de cabeza para mi madre, pero estaba cerrada, después vengo a ver la hora y es que el reloj no funciona y era solo eso si me la dice usted.
-Jajajajajajajajaj, el reloj lleva parado desde que lo pusieron en lo alto de la iglesia, no ha habido valiente que se atreva a subir y no tenga miedo de a las alturas.
Mudito pensó que no debía ser tan difícil llegar a lo alto, encaramitarse a algo y arreglar el reloj, le ofreció hacerlo, de esta forma le abrió la puerta de la iglesia, subió el niño con el cura y éste desde abajo le daba indicaciones de lo que debía hacer y cuándo.
Al bajar del campanario, se fueron juntos a la farmacia y Mudito quedó asombrado al ver como el cura abría una puerta pequeña que conducía a ésta. Antes de llegar pasaron por una cocina donde había una anciana con cabellos plateados recogidos, vestida de negro con un delantal a cuadros  grises, al verlos les ofreció una sonrisa, pasaron por un salón donde había una vitrina llena de fotos, se quedó paralizado al ver una foto de alguien que le pareció conocer, el cura le dio la caja de pastillas, las gracias y tras un abrazo se despidieron.
Cuando el niño llegó donde estaba Miluna, la encontró cantando y con tantas lágrimas como hormigas en un hormiguero.
-León, has tardado mucho en volver, no sabes la de canciones que he tenido que cantar ¿y sabes una cosa? se me acabaron y tuve que cantar las que cantaba tu abuelo y pensaba que si me escuchaba mi madre se enfadaría mucho y eso no está bien. Seguro que has tenido que subir a un campanario a salvar a una cigüeña o algo así, ahora a ver que te inventas.
-Pero mira que eres quejica, que si tu madre te oye, que si eso de cantar esas canciones está mal y bla bla bla, pues oye no te quejes que yo he tenido que mentirle a un cura y no me digas que me vaya a confesar que yo ya hice la comunión y a mí el dios ese no me da ya  miedo, seguro que no me castiga tan fuerte como mi madre.
-Pero no se miente, eso no está bien, hay que decir las cosas de verdad.
-Sí claro, mire señor cura quiero pastillas para Miluna, una niña que llevo  en la cesta de la bici a ver el mar y como le dolía la pierna, he venido a por pastillas a la farmacia pero estaba cerrada, si quiere le llevo a donde está, llama a sus padres que vengan a buscarla, y al llegar a casa le dan una paliza que le doblan la vida y se vuelve sin ver el mar. Mira niñita de goma, de la mano de tu madre no te libra ni la tía Lola pegada a ti, así que por lo menos, verás el mar. Y no vuelvas decirme que te lleve a casa, mañana llegaremos antes de comer a la playa.
-Eres imbécil, pero si me dijiste que me llevabas a ver el mar y ahora dónde dices que me llevas.
-No puedo contigo ya, que la playa es del mar tontita peladita comemocos.
-Y encima te enfadas otra vez, a que me voy yo sola.
-¡Ja! Claro que sí, anda vete ya, con ese dolor de piernita llegarás, pues a ver, pasado mañana o al otro. Pero mira que eres ignorante y a mí me pones nervioso.
Miluna empezó a llorar y Mudito al verla deshecha en retales se sentó a su lado asustado y abrazándola le calmó el llanto. Le ofreció agua para beber, hizo una hoguera para asar los dos peces que capturó en el lago, comieron y escuchando la radio  de su padre se durmieron mirando al cielo del quinto mes con mil golondrinas atravesándolo.
Al atardecer, fueron de nuevo al lago, a ver como se escondía el sol tras la montaña, el pequeño volvió a bañarse y la niña disfrutaba mirándolo tirarse desde la rama del árbol que asomaba en una de las orillas, ya no le daba miedo verlo lanzarse a las aguas frescas.
La mañana del día siguiente, después de desayunar, recogieron las cosas y  se abrieron camino en busca de su deseo. Miluna tenía el cabello lleno de tierra, no dejaba de estornudar y cada vez que cogían un bache se cogía de los pantalones de Mudito. Le gustaba como la brisa le daba en la cara y el pelo se le alborotaba, ser libre al lado de su mejor amigo. Cada vez que se acordaba de hacia dónde iban se ponía tan contenta como en sus cumpleaños y en el día de reyes.
Cuando pasaron por el pueblo donde el niño compró las pastillas, la niña le pidió que parase.
-León yo he estado en este lugar ¿puedes parar un poco? Hay una plaza con una fuente y bancos de piedra. Una estatua de un hombre con alas, no espera, es un ángel como el de la iglesia.
Mudito se quedó sorprendido y recordó la foto que había en el mueble de la casa de la farmacia. Vio una imagen que la madre de Miluna también tenía en el salón de su casa.
El niño no dijo nada y pensó en llevarla a la casa y visitar a la anciana que vestía de negro con un delantal a cuadros grises.
-Milú espera un poco, voy a ver a alguien que conozco, será un rato corto.
Al llegar a la casa se pensó más de dos veces si llamar o marcharse, antes de apoyar los nudillos en la puerta de color granate, se dio la vuelta y miró a Miluna.
-Pero vamos ¿qué haces? toca el timbre que está arriba mira allí, venga vamos.
El pequeño pulsó el botón y por el balcón se asomó la señora preguntando quien había tocado, al ver a los pequeños les abrió la puerta y les invitó a pasar hasta el salón.
A Miluna le gustó la señora, le recordaba a su tía Lola por el olor. Tenía la piel blanca, los ojos verdes y unos labios de color rosa pastel, se movía muy despacito por el pasillo que conducía a la cocina.
Cuando llegaron al salón les pidió que se sentaran y sacó pan con queso y zumo de naranja para que almorzaran. Al pequeño le preocupaba ensuciar el suelo con las ruedas de la bici, pero tenía que entrarla en la casa.
Sonó el teléfono y la señora se levantó a cogerlo, mientras la niña se quedó mirando una de las fotos que había en el mueble, la misma que llamó la atención de su amigo.
-Ay León, que esa foto está en mi casa y es la tía Lola cuando era pequeña. ¿Y si le preguntamos que de qué la conoce a la señora?
-No seas preguntona, lo que tenemos que hacer es irnos, le decimos que tenemos que ir a casa y ya está.
Para cuando entró la dueña de la casa, los niños ya no estaban sentados, habían salido por la puerta de atrás que conducía a un callejón. Mudito le daba tan fuerte a los pedales como podía.
A lo lejos se escuchaban voces de los mayores llamarlos, y eso hizo que fueran todavía mucho  más rápidos. Al llegar al camino que desembocaba en el mar, el viaje fue más cómodo.
En menos de una hora vieron una gaviota pasar cerca de ellos, Mudito paró a un lado, sacó agua para la niña y galletas saladas que le dio para comer.
-Yo creo León que mi madre estará muy enfadada y que cuando llegue a casa me castigará, estoy triste porque yo nunca me he ido de casa sin decírselo y ¿sabes una cosa? No la echo de menos ni nada, yo si me voy a casa de la tía Lola, pues mejor. Me gustaría tener abuelos como tú tienes, no hace falta cuatro, con una abuela, estaría bien, pero luego pienso que tengo a la tía Lola y me pongo contenta, porque ella me quiere mucho y me quita el susto que tengo dentro cuando mis padres se chillan y me gustaría meterme debajo de la cama o bajarme por la escalera que me hiciste en verano.
-Milú pero puedes venir a mi casa, mis padres te quieren mucho ¿y Paco? que cuando te ve te sube al cielo y sale corriendo hasta la plaza contigo y mis hermanas te llevan a misa los domingos y después te compran pan quemado. Y Duncam te quiere mucho ¿eh? no deja de ladrar cuando entras y mis abuelos los del pueblo cuando vienen en verano te traen regalos y los de aquí también te quieren, mi abuela Carmen te come a besos y mi abuelo Paco aunque te tire de la nariz, es muy bueno contigo. A mí también me cabrea cuando me tira de las orejas y me da collejas cuando me distraigo. Anda no te vayas a poner triste ahora que el mar está allí, seguimos el viaje.
Al llegar a la inmensa playa, Miluna abrió sus ojos del color de la cáscara de avellana tan fuerte como pudo, se le pintó una sonrisa en los mofletes sonrosados. Mudito, no dejaba de mirar aquel gesto en la pequeña, se quitó los pantalones, la camiseta y las zapatillas.
Cogió a Miluna y  con ella sobre su espalda se fue acercado a la orilla.
-Pero corre León, corre más rápido, que tengo ganas de llegar a ver el agua saladita y los peces de verdad, como los del techo de mi cuarto, esos sí que se moverán.
-León, para León.
El niño se dio la vuelta y a lo lejos vio un coche rojo con mayores dentro y a la tía Lola, lanzando los zapatos y corriendo a por ellos por la arena. Se quedó paralizado, al reconocer al cura y a la anciana.
-Pero no corras, pero qué no ves que os podéis caer. Casi me matáis, casi.
Mudito se quedó parado, quieto, temeroso, dejó a Miluna en la arena, se sentó a su lado y esperó a que llegase Lola.
-Tú, rompetechos, ¿sabes cómo nos habéis tenido durante todo este tiempo? A la niña no le digo nada que bastante tendrá con la paliza que le propiciará la fiera de mi hermana sin piedad, ¿eh Luca? Tu madre no sabe todavía que os he encontrado. Ay dios bendito que estás en los cielos, que yo antes era atea y por  vosotros dos, he rezado, he ido a ver al cura, me he puesto de rodillas ante el altísimo, como le llaman las beatas.
Miluna miraba a la tía Lola con un gesto de tristeza a punto de estallar en llantos, era una niña obediente que nunca había alterado el estado de sus padres, se sentía culpable cuando éstos se gritaban y su padre al marcharse daba un portazo, pensando que algo había hecho ella. Luego su madre se subía a su habitación y la pequeña se quedaba mirando por el ventanal que daba al huerto, hasta que llegase alguien y la arropase en cariños o llegase su padre. Normalmente Mudito era su primer salvavidas, entraba con la llave que había bajo el felpudo, pero siempre después de tocar a la puerta; existía cierta conexión entre  la pareja de niños. El día que no veía a Miluna en la escuela, nada más salir, en vez de ir a su casa, le tiraba piedras en la ventana y si no veía su  pequeño perfil asomar, entonces era cuando tocaba la puerta y si nadie respondía, abría con  la llave.
-Tía Lola, no riñas a León, sólo quería que viese el mar, yo no pensaba que íbamos a tardar tanto en llegar, perdóname tía. No lo volveré a hacer y si León me pide de volver a hacerlo, no le haré caso. Dijo haciendo un guiño a Mudito. Pero no le digas a mi madre que me has encontrado ya, deja que toque el agua, que te cuente León, anda cuéntaselo, vamos.
Lola miraba a la niña soportando medio litro de lágrimas a punto de brotarle del alma, todavía no le había dado un abrazo, tenía un nudo en la garganta y un estallido emocional tan grade como aquel sol de mayo brillando en cielo mediterráneo
-Yo de pequeño leí en el libro de mi abuela, ese que se llevaba a misa, que dios había   curado a un hombre  o que se había muerto, haría magia y volvió a vivir. Leía también algo sobre el mar y que un hombre se bautizó en agua salada y le salía todo bien. Entonces me puse a pensar en que Milú no podía andar y en las cosas que se podía hacer en el mar, también que si el agua salada de las lágrimas curan las penas, como dice mi madre, que si la  traía aquí, igual andaba. Luego fue el programa de la gente que iba al mar Muerto a curarse y eso es todo Lola.
Lola no daba crédito a las palabras que escuchaba brotar de aquellos labios pequeños y dulces, sinceros como la niñez, infantiles como su dueño, fieles a sus ideas, se preguntaba el cómo podía salir la decisión de coger a una niña meterla en la cesta de un triciclo coger las provisiones necesarias y salir rumbo a cumplir un deseo. Lo que sí sabía era que León desde que nació Luca, como ella la llamaba, cuidaba siempre de ella, permanecía a su lado cuando no podía ir a la escuela, después de la merienda, la cogía en brazos, la sentaba en el sofá del salón frente a la chimenea y veían los dibujos de la segunda cadena.
El triciclo se llamaba Violeta como la muñeca favorita de la niña, no era por el color, los padres del niño trataban a Miluna como si fuera uno más de sus hijos.
-Mira hijo, entiendo que quieras mucho a Luca, que te preocupes por ella, pero eso es cosa de sus padres. No sabes cómo está el pueblo entero, qué dos días hemos pasado todos, sin saber dónde estabais, si os había pasado algo, mira, tus padres están muy disgustados, todavía no saben que estoy aquí con vosotros y que os he encontrado  a
los dos, suerte que mi hermano, cuando mi madre le dijo que estaba en casa Luca, se puso en contacto conmigo y ya ves, aquí estoy.
-Vale Lola, pero yo no quiero que el padre de Milú le vuelva a hacer daño, que yo no seré listo del todo, pero veo las cosas que suceden con los mayores y eso no quiero que le pase, que mis padres no nos hacen lo que a ella y eso que es más pequeña y que deberían de cuidarla más, ella no es como las demás niñas, es especial y si no me crees, pregúntale  a mi madre, ella siempre me lo está recordando. Oye ¿por qué hay una foto tuya  en el salón de la casa de la farmacia?
-Uy es una larga historia, además de cosas de mayores, cuando seas grande te la contaré, no te vayas a preocupar que eres muy niño para vivir con una soga al cuello, como diría…
-Mi madre Lola, como diría mi madre.
-Pues eso y despierta ya de una vez, no siempre vivirás de tus sueños con ella, ya despertarás y vivirás la realidad tarde o temprano.
-Uno, dos, tres, cuatro ¿a qué no me pillas, Mudito Corazón de León?
Aquella noche despertó a Mudito la tristeza de  un sueño, en el que la protagonista era la dulce Miluna; ella  podía andar, corría por el valle al que iban por la tardes al salir de la escuela, llevaba zapatos de charol rojos y le retaba a ganarle en velocidad. La vio feliz y libre; en aquel sueño vivía con la tía Lola y la anciana que vestía de negro, rodeada de cariño, mañanas de desayunos alegres, tardes de atención, paz y pan de ángel. Siempre que miraba al cielo, se acordaba de todos los años en que fueron compañeros, en que quiso llevarla a ver el mar y nunca se atrevió a decírselo, por miedo a que le dijera que no.
Esa misma mañana de sábado, fue a buscar a Lola y a pedirle que lo ayudase a planear una excursión al Mediterráneo, también se lo contó a Paco, a quien le gustaba mucho Lola y él le dijo que irían en autobús los cuatro o le diría a Lola que los llevase en su coche.
Así fue como Miluna Alma de Gelatina, el 13 de junio, junto a su mejor amigo Mudito, su ángel de la guarda, la tía Lola y Paco, se bañó en el inmenso Mar Mediterráneo, al que llegó sobre los hombros de Paco. Nunca olvidará aquella sensación de perderse entre tantas lágrimas saladas, como ella describía al mar, de sentir como flotaba, de como la espuma de la cresta de las olas susurraban al pasar rozando a la piel de  los cuatro personajes, pero sobre todo nunca dejará de recordar el sentido de la amistad.



Mayte Pérez





lunes, 27 de julio de 2015

“Solo cuando hayas llegado hasta el fondo de tu mar, podrás ascender hacia la superficie de un impulso, al apoyar las plantas de tus pies sobre los corales dormidos en las profundidades. Al traspasar la primera piel de esa inmensa masa de agua salada que rodeaba tus cuatro puntos cardinales, a la luz del sol, ya no serás el de antes, habrás cambiado, habrás crecido, habrás aprendido, habrás sufrido, pero, créeme, habrá merecido la pena pasar por esa metamorfosis, por ese estado hueco en el que las cosas dependen tan solo de ti”
(Mayte Pérez)

miércoles, 1 de julio de 2015

DE RETALES A TU LADO, PRINCESA


                              
Capítulo I (Julio 2015)


Salió por aquella puerta y le dio la sensación de haberse marchado de un salto por la ventana, desnuda de tejidos pero rica en emociones interiores que más que imposibles de controlar, se iban adueñando hasta de su nombre propio.
Dejó su teléfono sin colgar, después de haber escuchado una noticia sobre el alfeizar de la ventana de la cocina, junto a la planta de menta.
Sentía un vacío pesado como el plomo; en su cabeza, rodaban, más que pasar, los pensamientos. El corazón le latía rápido, le acompañaba una agitada respiración y el deseo de desaparecer, de disolverse como una diminuta gota  de agua salada expuesta al calor del sol en agosto. Estaba a punto de sufrir un ataque de pánico y esta vez no era consciente de que estaba perdiendo el control y acabaría metida en el agujero del dragón del miedo.
Subió al coche rojo carmesí, antes de cerrar la puerta y de que sonase la música de Mike Oldfield, lo descapotó, con la intención de que el aire  que corría por la avenida donde vivía, se llevase todo ese torrente de angustia que la inundaba y que ya no recordaba haber sentido anteriormente. En la guantera llevaba 100 gramos de diazepam repartidos en comprimidos, ya caducados que en una etapa anterior, había consumido ante sus repentinos ataques de pánico
Ni una sola lágrima podía dejar escapar, una soga le ataba el estómago, sobre su piel la humedad del sudor anormal, no acorde con la temperatura de aquel mes de marzo. Le dio al contacto, pisó el acelerador y se marchó huyendo de todas esas sensaciones que la encarcelaban en un momento del que querer escapar con los brazos abiertos en busca de una puerta inmensa con un camino a ningún lugar.


Llegó a la playa donde se escondía de la realidad, donde iba a mojar sus pies y  a hidratarse el alma cuando el asfalto le recordaba el lugar al que quería llegar. Se quitó las gafas de sol, miró aquel atardecer del color de la piel de una naranja,  y pensó que, a pesar de la debilidad de aquella luz, era lo suficiente para poder llegar nadando hasta la isla de  Tabarca.
No nadaba desde hacía años, pero sentía en su interior, algo grande que le superaba en tamaño, en espacio, en emoción,  necesitaba lanzarse al mar, nadar, dejarse llevar, derramarse por dentro en contacto con el agua salada, para maquillar un par de litros de  lágrimas dulces con ansias de morir entre la sal del agua.
Llamó a Emà, desde la cabina que había en la calle donde dejó aparcado su coche,  pues no fue capaz de dar con su teléfono móvil y en un instante  lo vio llegar a lo lejos, con esa sonrisa que tantas veces le cubrió los hombros del invierno, con esa  delgada silueta, con ese estilo libre al andar, tan característico de él,  que a Arcanda, le gustaba tanto mirar de lejos.
-Siempre sorprendiéndome, princesa. Dijo mientras se sentaba sobre la arena, junto a ese cuerpecito con olor a vainilla y una duda tan inmensa como el testigo de aquel extraño encuentro, aquel Mar Mediterráneo de fondo, quieto tranquilo, ofreciendo silencio que llenar con palabras por parte de ambos personajes.
-¿Trajiste el bañador? dijo ella sin quitar la mirada del horizonte.
-Por supuesto y por cierto, yo también me alegro de verte. No sé dónde  vamos, sólo sé que hoy no debo dejarte sola, y que Pablo se habrá quedado en casa, preguntándose dónde iría su mujer, en el mes de marzo, en bikini, sandalias   y con un paquete de tabaco rubio, si hace años que lo dejaste, nada más, ¡ah claro, cómo no! ya sé, el aniversario de Miguel Hernández, ¿es eso? mi querida poetisa, pequeña cosita.
-Que no, además hace ya un par de años que no escribo, tal como lo hacía antes, ya ves y no he vuelto a fumar, pero ya ves, hoy me apetece.
Arcanda y Emà, eran amigos desde hacía muchos años,  siempre les unió un inmenso cariño y entre ellos se había construido algo más que una amistad, conforme fueron pasando los días. Se conocieron durante un Congreso de Psicología en Santiago y  llevaban sin verse algunos años.
Él era Neurólogo, padre de tres hijas, casado con Sofía, una farmacéutica nacida en el centro de Barcelona, y criada en Cantabria.
-Emá, tengo algo que contarte, algo que me está superando, Dios mío.
Arcanda lloraba y por mucho que Emá le abrazase, su llanto no cesaba, le temblaba todo el cuerpo de tal forma que al vocalizar no se la entendía ni una sola de sus palabras.
-A ver, princesa, cuéntame ¿qué sucede? ¿a quién no pudiste salvar de las llamas del maldito infierno?
-¿Te acuerdas de mi paciente, Enrique Santos? aquel chico  que conocí en Bolivia…
-Imposible  olvidarme de él, hiciste que me encariñase con todas esas cosas que compartía contigo en terapia y tú después, me las acercabas al oído, siempre con tu buen sentido del humor y bien ¿qué sucede con Enrique?
Emá adoraba a Arcanda hasta el punto de acudir a sus auxilios dejando a un lado incluso lo más importante para él, la última vez que se vieron fue en la habitación 46 del hospital, después de un duro golpe que ella superó con éxito. Por un instante recordó el peor periodo en que se perdió por alguna parte de su mundo y no quiso preguntarle, porque sabía que le abriría una brecha a su alma sensible y quizás volvería a aparecer el nombre de  aquel personaje al que Arcanda se ató de forma tóxica y en el interior de sus pupilas,  continuaba latiendo un matiz sigiloso de aquel sentimiento, no la quiso mirar de frente.
Arcanda se levantó, se quitó el vestido, dejando su cuerpo protegido con un biquini azul, le tendió la mano a Emá, miró a la puesta de sol y le dijo: -Vamos hasta la isla y al llegar, te cuento, que todavía hay luz.
-Antes de salir, llama a Pablo, que debe estar preocupado, toma mi teléfono y sabrá que estoy contigo, por favor.
Arcanda llamó a casa y colgó el teléfono al sonar dos veces, recordó que Pablo había salido con su hijo y unos amigos a ver un partido de fútbol y que llegaría tarde; llamó a su sobrina que cuidaba de su hija para ver cómo estaba y no le contestó.
La tarde estaba tan en silencio como los labios de aquella mujer, aquella inmensa cantidad de agua salada, estaba quieta, tranquila, esperando que los dos cuerpos entrasen y rompieran la calma en estado sólido, similar a una pista de hielo.
Emá no decía nada, pero su corazón simulaba a un torbellino, nunca la había visto así, estaba tal como la última vez que se vieron, en ese mismo lugar, lo único diferente que encontró en ella fue que ya no usaba reloj, y  que había perdido peso;  hacía tanto tiempo que no estaba con ella, que en realidad, no sabía si seguir pensando en aquello que le contaría al llegar a Tabarca o en no dejar de mirarla ir de un lado a otro con los brazos entrelazados.
-Vámonos de aquí princesa, llamo a Ana y que nos prepare cena, seguro que el restaurante todavía está abierto, y se alegrará al vernos, además de sorprenderse; llegamos al club náutico cojo la lancha y bordeando la costa llegamos en menos de media hora, no estás para nadar, ni yo tampoco y seguro que hoy hay medusas valientes que vendrán a buscarnos y nos envenenarán si nos atrevemos a nadar, y no princesa, no, creo que ya cuentas con demasiado tóxico dentro de ti. Así que ponte el vestido y sube al coche.
Con la risa de Arcanda se llenaba el mundo entero, incluso habitado por un escándalo, cómo sonaba entre sus dientes, cómo se escapaba aquel sonido y contagiaba esa alegría, no pudo evitar soltar una carcajada al escuchar la última frase de Emà y no pudo decirle “un no” a aquella propuesta; en realidad, más que nadar, necesitaba estar con él aquella  noche y hacerle partícipe de su angustia.
Emà cogió las llaves del coche de Arcanda, para cogerle una chaqueta, la botella de agua y el paquete de chicles de fresa que siempre llevaba en la guantera; al llegar hasta ella, la cogió por la cintura, subieron a su coche y el silencio volvió a crear distancia entre ellos.
Entrando al puerto, ya había anochecido, se veía la costa a lo lejos, la luz del faro en el cabo, dando vueltas y de cerca, parpadeando, a los del puerto,  el mar volvía a presentarse  como un cristal ante las cuatro pupilas abiertas, en respuesta a la falta de luz.
Emá salió del coche y se acercó  abrir la puerta a Canda. -Adelante, mi princesa favorita, hoy alumbras a los peces, con ese brillo, ese destello en la mirada, incluso triste y perdida. Arcanda se abrazó muy fuerte a él, hundió la cara entre su pecho y volvió a sentir ese inmenso vacío, esas ganas de escapar del mundo. Emá notaba los latidos de su corazón y le apretaba fuerte como si ella se lo pidiera. Le acariciaba el cuello, le daba besos en las mejillas, hacía tanto que no la sentía tan cerca, que cada segundo a su lado, era toda una vida entera.
Llegaron hasta el pantalán 32, cogieron la lancha y salieron a llenar el depósito; mientras repostaban, Emá llamó a Ana. -Preciosa Ana, tengo una sorpresa que quiero que veas, y ganas de pasar  una velada contigo y Federico, salgo del club náutico, te veo en media hora. No te preocupes, tranquila no sucede nada, quedamos así entonces.
A Canda le gustaba ese olor en el puerto al atardecer, observar la espuma del agua que se quedaba atrás por la popa, ver volar a las gaviotas en busca del pescado que traían las pesqueras, estaba sentada con las piernas cruzadas, con una manta sobre sus hombros, tomando un té, a la vez que escuchaba los sonidos fugaces en medio de toda esa masa líquida oscura, brillante como el  charol.
-Bicho, para, para que no me encuentro bien. Canda se asomó  por un lado de la lancha y devolvió hasta el desayuno, su cara estaba pálida, por suerte el mar estaba en calma y su estómago no corría más peligro. Emá se sentó y  la acostó sobre los asientos laterales, apoyándole la cabeza en sus piernas.
-Eres un traidor, sigo fiándome de ti y ahora dime, qué me he tomado, algo me has metido en la tónica, maldito sean tú y tus brebajes y créeme si te digo que si estuviera más cerca, nadaba hasta la costa y te quedabas aquí tú solo.
Emá reía tanto que su cuerpo se volvió tan blando como un postre de gelatina, a la vez que acariciaba a Canda, le decía: -Tú no te has visto cómo estabas cuando he llegado a la playa, estabas sufriendo un verdadero ataque de pánico, mi fantástica criatura, temía que no hicieras caso a dejar lo de nadar, al llegar al club he pensado que necesitabas bajar las pulsaciones, pero creo que me excedí con la dosis, olvidé que estás al otro extremo de la campana de Gauss, hipersensibilidad a la medicación, entre otras cosas, claro. Y ahora estás como un trapo de algodón, ¿te das cuenta que podrías subir un abuso por mi parte?
Las risas de ella se escucharon en aquel mar, alumbrado por la luna, en fase maníaca.
-Pero Emà perdona mi risa, sabía que en algún momento me ibas a proponer olerme la piel, claro que sí, pero que no lo harías estando drogada, nunca. Sí, drogada, creo que tengo ganas de llegar a la Isla y dormir. ¿Recuerdas la noche que pasamos allí, hace  algo así como 15 años? Había fumado tanta marihuana que no te atreviste a levantarme de la tumbona que había a orillas de la playa, cerca de la cala privada que había en aquella cueva, me tapaste con una toalla y te fuiste a casa del americano.
- La princesa se equivoca, no me fui de tu lado, dormí en el suelo, apoyado en uno de tus enormes bolsos a rayas y cuando te dormiste, te recorrí la espalda con la yema de mis dedos hasta el amanecer, cuando llegué a casa del americano, lo hice contigo en mis brazos, con ese olor tuyo tan dulzón y el pigmento de tus cabellos en mi cuello, cómo sudabas, te salían el martini y la marihuana por cada poro de tu piel. Y tu pensando que me marché y te dejé tirada sobre aquellas piedras rodadas, sola.
Arcanda, levantó la cabeza miró a Emà y volvió a reír. -Te prometo que pensaba que estabas con aquella que conocimos comiendo con los padres de Federico en la Almadraba.
-¿Pero cómo iba a dejarte allí sola? si lo que más deseaba era llevarte a la cama conmigo, al final lo conseguí, pero en cuanto te dejé caer sobre las sábanas y te quité el bikini, te levantaste y me dijiste que hacía contigo en tu habitación, te metiste en el baño, te diste una ducha, todavía recuerdo el olor del restaurante de abajo, el café y las tostadas y tu voz entonando, la canción de Serrat, esa dulce voz. Al salir del baño, me diste un beso en la mejilla, me dijiste que te despertara antes de comer, que te diera un analgésico y te olvidaste hasta de mi nombre. Y ahora que parece que estás mejor, nos vamos, niña, que nos esperan y quiero que en cuanto lleguemos llames a Pablo.
-Pero antes espera, yo también quería acostarme contigo, ya llevaba días pensándolo, pero sabiendo cómo eres, descarté el primer paso y nos queríamos tanto que por el polvo de una noche  el horizonte de nuestra amistad se podía haber nublado y eso es algo que no entra en ninguna estantería de mi biblioteca emocional ¿sabes, no? Necesito lavarme los dientes y llegar lo antes posible, estoy empezando a ponerme nerviosa, Pablo no sabe que estoy contigo y menos que estamos a punto de visitar a Ana, Marino se marcha a Londres en dos días y Carla está con mi sobrina desde ayer.
-En lo de perder el tiempo has cambiado, claro ahora al  no llevar reloj, no eres consciente de cuando vuela, pero en lo de preocuparte...¿eh princesa?
-Cállate.
Durante los 25 minutos que tardaron en llegar a la isla, ella no dejaba de mirar la costa, incluso localizó la luz del salón de casa de su madre y el cartel del restaurante donde comía con su padre y su hermano mayor cuando eran adolescentes.
La brisa le peinaba la piel al mar, había una conexión entre aquel par de seres, hasta el punto que  sin mencionar palabra, se abrigaban entre ellos.
-Manuél, pero cómo no llamas a Ramos y va a buscarte él a puerto y Pepito ya se marchó, pero cómo le habría alegrado verte.
La voz de la dulce Anita, como entre ellos la llamaban, le robó la quietud al instante, allí estaba ella, cabellos cobrizos, de estatura media, puesta de delantal con dibujos de Barrio Sésamo y en la espera de recibirlo con un fuerte abrazo y un par de besos en las mejillas de escándalo, sí, tal vez por el ruido de sus labios en contacto con las mejillas o la frente, en cualquier zona los besos de Anita eran particulares como los calderos que preparaba.

Fue Emá quien bajó primero, haciendo un gesto a Canda de que se ocultara bajo la manta.
– Mi dulce y radiante Anita, no sabes las ganas que tenía de verte.
Emá la cogió en brazos y le hizo cosquillas en las caderas, era sin duda un curandero de penas y un mago especial y encantador.
Apenas se alejaron 20 metros del puerto y se escuchó una canción.
- Y cerca del mar porque yo…canturreo Canda y Ana, al darse la vuelta terminó el  párrafo  ahogada en un mar de lágrimas tan dulce como la alegría al ver a aquella personita bajar de la lancha.
Después de un largo e intenso abrazo, Ana cogió la cara de Canda entre sus manos y la miraba muy sorprendida.
-Niña, he sabido, ya me dijo Manuél, pero yo, sabiendo lo que te pasaba, pues, claro, yo…
-¿Y Fede, Ana? ¿con los pequeños? ¡Ah no! estarán con Clara en el pueblo, que son fechas de colegio.
Canda dio un giro al camino que Ana tenía intención de iniciar y Emá cambió el gesto en cuanto la escuchó, se dirigió hacia ella, le echó la manta por los hombros la abrazó y los tres llegaron hasta el patio de la casa blanca con ventanas azules, donde pasaron largas noches de verano bajo las estrellas, con algún que otro turista.
Canda se quedó parada frente a la iglesia, era persona de observar detenidamente cada detalle que se ofrecía a la luz de sus pupilas, de vez en cuando parecía haberse marchado a otro lugar, aunque se advirtiera su presencia en carne y hueso. Su mirada estaba detenida en el tronco de la palmera más alta que había en la isla,se escuchaba de fondo mezclado con el silencio, el ruido de las sillas arrastrar por la cocina de la casa , las palabras de Emá respondiendo a las recetas de la preciosa Ana y a las preguntas de Fede, pero lo que más calaba en su interior fue el recuerdo de  algo que sucedió durante un viaje a la Ciudad de la Paz, pocos meses después de nacer Marino, su hijo.


Ciudad de la Paz, 25 de Octubre de 1997.
"Si hace un par de años alguien me hubiese dicho que vendría a parar a este lugar, me habría reído y dándole una palmada en la espalda, le habría dejado atrás. Llevo casi 20 horas separada de Pablo y Marino y todavía no sé ni qué hago aquí  ni si voy a  poder soportar estos tres meses sin acariciarlos, sin tener la sensación de plenitud cuando Marino se queda dormido sobre mi ombligo, sin los besos de Pablo recorriendo mi alma,  sin esas mañanas de domingo desayunando entre historias y reportajes en blanco y negro, sin todas esas noches sin dormir, y sin las llamadas de mi yaya antes de meterme en la cama preguntando cómo nos fue el día.
Apenas hace tres semanas que dejé de darle el pecho a Marino y el olor de ese instante, en que me sentía tan unida a él, me acompaña en esta mañana, rodeada de lugares desconocidos y de personas tan extrañas que me miran, de montañas silenciosas que parecen testigos del peso que llevo sobre mis hombros"
Recién llegada de España, vestida con una camisa blanca, unos vaqueros, un rosario de onix y alpaca, que pertenecía a su abuela materna, colgado de su cuello escondido tras la tela que le cubría el pecho y arrastrando una maleta roja, Canda miraba tras sus gafas de sol en busca de un taxi que la llevase al hotel donde pasaría tres meses separada de su pareja y su bebé, situado cerca de la plaza de Murillo.
La temperatura era de 25º C, el sol brillaba sobre la cima de la cordillera, como restando soledad emocional, a aquel primer día formando parte del paisaje extraordinario que se ofrecía a sus sentidos.
El tráfico era caótico, no podías despistarte por un instante, ni de los peatones ni de los objetos que rodaban tan rápido como los latidos del corazón de Canda, gracias a las ruedas que a su vez, chirriaban sobre el asfalto andino, mezclado entre el murmullo de los habitantes y el sonido del claxon de algún que otro conductor desesperado por llegar a algún lugar. En la Paz, con el paso del tiempo, sus habitantes se fueron adaptando a las demandas de los turistas que llegaban con ansias de conocer los misterios y la riqueza de  aquella cultura, a cambiar su estado pasivo, de pasos cortos por prisas que emulaban la tensión de la capital de España a tempranas horas de la mañana, con la tensión del tráfico, con aspecto de piezas que forman un puzzle, con la necesidad del movimiento de cada una de ellas para alterar un estado y llegar puntuales a sus empleos con los que ganarse el pan.
Al llegar a una esquina donde el bajo era una frutería, entró y de forma amable preguntó dónde estaba situado el hotel Larache, una amable señora, de tez morena, con cabellos negros y recogidos, la hizo pasar dentro del local y le ofreció sentarse entre las frutas y verduras. Pareció como si la conociera toda la vida -Pero siéntese señorita y dígame, dígame en que la podría ayudar, que si no puedo, ahora mi esposo llegará y ya él le dirá.
-Buenos días, señora, verá, estoy buscando el hotel Larache, me dijeron que se encuentra cerca de la plaza Murillo y me preguntaba si sabría indicarme hacia dónde debo ir y si está lejos de aquí.
La señora mediante un gesto la hizo volver a tomar su asiento, atravesó la cortina que colgaba de una puerta y salió con un vaso de cristal transparente y unos cubitos de hielo sin forma, sobre un cartón que simulaba una bandeja.
-Ay pero beba un sorbo, que tiene usted cara pálida, ya verá como la chicha morada la anima. Pues a unos metros está el hotelito y no tardará más de tres minutos en alcanzar las puertas de la entrada, es un edificio con ladrillos rojos y ventanas naranjas.
A Canda le sorprendió la forma en que la recibió aquella señora, sentada tomaba aquella bebida despacio, mientras la sujetaba entre sus manos.
-Señorita, la chicha morada es una bebida típica que se toma aquí, se hace con el maíz, la piña, manzanas, canela, azúcar y clavo. ¿Vio el color que tiene?.
En cuanto se acercó aquella bebida al sentido de su olfato, justo antes de mezclarse entre la saliva y ser consciente de aquellos sabores unidos en aquel recipiente de cristal, recordó el día que después de graduarse, quedaron "los psicoanalistas", en la plaza de Canalejas, un 10 de julio para despedir a Miguel, que se marchaba a Perú y le había hablado, aquella misma tarde del sabor de la bebida; cerró los ojos y se dejó llevar por la felicidad de aquellas horas compartidas, junto a sus dos compañeros, que incluso con el paso del tiempo y separados, nunca dejaría de amar.
Bajo el sol alicantino aumentando la temperatura insoportable que describe tan bien al mes de julio, los encontró bajo el gran árbol, sentados en el banco de madera. Raquel llevaba una blusa de gasa  verde pastel y un pantalón largo beige, se escondía radiante, detrás de las Ray Ban de carey, llevaba casi un año saliendo con un estudiante de Medicina y la relación apuntaba hacia un futuro estable. Miguel iba de rayas y con bermudas, se había afeitado y también se  cortó el pelo.
Cuando Miguel vio a Arcanda a lo lejos, se levantó del banco y fue a ofrecerle su brazo con un gesto que la invitaba a dar unos pasos de baile, sobre el polvo y la tierra que cubría el parque.
-Pero chica ¿dónde vas tú así de guapa?, dijo Miguel dirigiéndose a ella con una sonrisa que contagiaba felicidad.
Acto seguido Raquel se levantó y se abrazaron los tres, de forma que pareció que no se vieron en miles de años.
Entre risas, bromas y comentarios del fascinante mundo de la Psicología, llegaron a un restaurante indio, donde Raquel había reservado mesa para comer, situado en la explanada alicantina, mirando al mar por la parte de delante, por la de atrás daba a la calle San Fernando.
Después de la comida, subieron la Rambla, hasta la calle Calderón de la Barca, para tomar un granizado en la famosa Horchatería Azul. Era un lugar tan pequeño que apenas había espacio para más de cinco personas y en vez de sentarse en una de aquellas diminutas mesas de aluminio pegadas a la pared, decidieron llegar a parar al parque de Santa Teresa, situado cerca de la Plaza de toros. A Canda le sorprendió encontrarse allí una  pequeña biblioteca de fachada blanca y ventanas de madera pintadas de azul, donde según Miguel se pasaba algunas  tardes estudiando allí, cuando estaba en el instituto y había demasiado ruido en su casa.
Raquel había quedado con su futuro médico, así que los tres bajaron hasta la avenida Alfonso el sabio y se dirijieron hasta la parada del bús.
-Canda, hasta las nueve y media me quedaré por aquí he quedado para cenar con mi hermana y su pareja y despedirme de ellos ¿qué vas a  hacer?
-Le dije a Pablo que llegaría sobre las nueve a su  casa, hoy llegará tarde, tenía trabajo en el estudio y seguro que si llego pronto voy a estar sola hasta que llegue.
-Te preguntaba que ibas a hacer con tu vida, qué pasa con Frankie y con el proyecto que tenéis ambos entre manos.
-Nada Miguel, el proyecto lo llevará a cabo él solo, supongo que me quedaré ayudando a mi padre en la empresa durante un tiempo y volveré a Alicante para que Pablo y yo vivamos juntos.
-¿Cómo juntos? ¿no os casáis?
- No creo, amo el pecado y la carne de su cuerpo y no creo en la iglesia ¿tú sí?
-Mi Candi dulce, tú siempre sorprendiéndome con tus palabrerías, lo que me extraña es que todavía estés lejos de Pedro.
-Miguel, no te lo vas a creer, ayer estuve a punto de hablar con Carmen para que me tramitase el viaje a la India, pero no sé si voy con tiempo, tendría que vacunarme y quiero estar en septiembre en Alicante y en octubre empiezo a trabajar con Juan en su consulta, así que me está sonando el asunto a estrés.

Canda y Miguel no tardaron en llegar hasta el parque donde estaba  el acuario, Miguel le propuso ir al Barrio de Santa Cruz, le gustaba charlar con ella mientras paseaban y últimamente no habían coincidido más de una vez.
Al llegar al barrio, Canda se quitó las mallorquinas rojas y las metió en el capazo de rafia, se recogió el pelo y se ató la falda blanca  que llevaba a una de sus caderas y empezaron a subir las escalinatas que morían en el parque de la Ereta, cual de ellos más rápido.
Miguel tropezó y rompió una botella de anís  al caer que había comprado para su abuelo, se mojó toda la camiseta y a Canda se le partió el alma al ver el suceso y la pérdida del líquido que contenía la botella. Cuando fue a levantarlo, Miguel la cogió del pelo y cayó sobre sus piernas sin dejar de reírse.
-Mira ¿ves? nos acabamos de bautizar y sin agua bendita, esto es gloria misericordia y amén.
-Pero cómo eres Miguelito, ahora hueles a rollito de anís y yo doy asco, ahora sí voy a parecer una gitana y me faltaba la ropa y el moreno. ¿Traes la guitarra y pedimos limosnilla? así como vamos fijo que algo nos dan o nos coge la policía y acabamos en la calle del mar. Por cierto, llevo marihuana en el capazo, la cogí de casa de mi madre, de la habitación de mi hermano, supongo que llevaba tiempo ahí y no sé si nos pondremos mucho con ella.
-Jajjaajajajaj ¿sabes de qué me acuerdo? jajajajajajjaaj ¡ay Canda!.
-Por supuesto que sí, de la vez que fuimos al seminario de Psicoanálisis y te llevé el pastel de hierbas y envuelto en papel aluminio un cogollo que cogí de la planta que tenía mi hermano en la finca de mis abuelos, todavía estaba pegajoso. Uf qué mal rato pasé en el tren no podía quitarme ese olor de encima y rezaba para que no pasaran por allí los de seguridad ni Manolo el revisor, qué pensaría de mí con ese olor, la chica modosita.
-Eh Canda eso es para contarlo a nuestros hijos el día de mañana, eso hará historia, como las primeras Navidades que celebramos en la Facultad con Bea, Silvia, Tomás, Guille y el resto o las clases de Personalidad, la vez que el profesor nos dijo de salirnos fuera y todo por el nombre de un test, jajajajajajaj.
Canda y Miguel no dejaban de reírse, parecía que el anís derramado se había colado por los poros de su piel y había pasado a formar parte de su torrente sanguíneo hasta llegar a su cabeza.
-Vamos Miguel, arriba, que ya estamos en la entrada.
La subida al parque desde el Barrio Santa Cruz, se hizo muy larga y el calor hacía más pesada la cuesta.
Mientras llegaban Miguel contaba cómo eran las procesiones alicantinas y Canda lo miraba fijamente, escucharlo era un placer, era amante de la terreta y en un par de días se marchaba unos meses a Perú. En sus palabras resonaba la tristeza de la marcha, y ese miedo a los veinticuatro años de no saber qué te depara el destino y más considerando un viaje a un país extranjero en los 90, la cuestión de dejar a la familia, los amigos, el barrio donde uno crece rodeado de su niñez, impregnada en las esquinas y en la plaza donde te reunías con los amigos del colegio al salir cada tarde y dejar a la mascota, la preciosa felina Bast, la faraona, como la llamaban en casa de Miguel.
Al llegar al parque, ambos se miraron, pareció como si se hubieran subido a una noria y cogidos de las manos, sin estarlo, se dejaran llevar por el mismo movimiento en círculos. Había una luz que ofrecía un atardecer tardío, observando al brillo del sol, en todo su esplendor, a pesar de ser casi las 19:00 horas P.M.
Cuando se sentaron en uno de los bancos de madera, fue un instante en el que en el interior de sus cuerpos, se gestaron emociones y cuestiones sin resolver, que ninguno de ellos quiso lanzar para no romper aquel puzzle con tantos matices y formas, del que ambos formaban parte. Se sentaron uno junto al otro, a su izquierda, en lo más alto, la presencia quieta y callada del Castillo de Santa Bárbara, con un  color tostado y como siempre, transitado por algún que otro grupo de turistas cargados con sus cámaras de fotos.
-¿Qué haces chica? pero ¿qué haces loca?.
Canda al ver a un grupo de turistas a lo lejos, se levantó, pulsó el play de sus walkmans con altavoces y al sonar la música, se puso la flor de un hibisco en el pelo y tirando de Miguel, empezaron a bailar descalzos y a dar palmas. El grupo los observaba a lo lejos y finalizado el baile, Canda, que escribía poemas, recitó uno de ellos en voz muy alta, pero sin romper la sintonía.

“Alas del pequeño”
Camina por la senda el poeta perdido,
pidiendo a la luna de plata pura
que esta noche sea diminuta
hasta alcanzar acunar a su niño,
que pide un barco de papel
para ir en busca de su padre,
que sueña un encuentro verdadero,
para calmar el ansia de la ausencia de su cariño.
Camina la sombra del poeta,
entre gotas de rocío
y el sabor de la mandarina,
y entre paso y paso,
en el horizonte se pinta la figura,
del pecho que alimenta a su vida,
tan a lo lejos,
como el día en que se abrazará
al vientre que gestó la pequeña vida que tanto ama apasionado,
que tanto y tanto,
quisiera él, calmarle el hambre,
cantarle bajo el tibio sol,
la nana que le escribió
aquella noche de marzo
antes de que el gallo anunciara
la hora en que se reparte la libertad en porciones,
pero tan fugaz,
como lo  fueron sus recuerdos,
desde que se apartó del mundo entre leones.
Camina poeta , te digo
camina conmigo si quieres,
que sé de tu pena
y quiero que sepas que también es la mía,
que es mejor callar y escribir,
que expresarse y se limite tu libertad.
Camina pero de frente
y con  la mirada  alta ,
apuntando a un destino en que creas,
y si tus rodillas,
caen sobre el polvo de la arena tostada,
clavadas en el centro de la tierra,
te digo,
levanta poeta y alza tu mano,
para que roce las puertas del cielo
y toques la libertad que tuviste
desde que fuiste ser
en el vientre de tu madre.
Camina poeta y al caminar sonríe,
siente como la brisa,
le peina las nubes al firmamento,
sueña que al hambre del niño
le corresponde pan de Ángel bendito
y leche de arroz con miel,
que al frío le vence,
al calor del pecho materno,
pensando en su padre
que camina y camina
en busca de tenerlo entre sus brazos,
pequeño pero valiente,
hambriento de materia,
pero dichoso de haber nacido hijo del gran poeta,
que caminó en su busca,
incluso entre las rejas,
que más que privarlo de libertad,
le privaron de aquello que más quiso
y tan poco sintió suyo.
Camina poeta,
que incluso dormido,
siguen tus palabras,
despertando emociones,
inspirando a poetas soñadores,
tenaces en alcanzar subir a tus hombros,
dispuestos a defender con palabras,
aquello que un día te hizo entrar
a formar parte de un desierto de harina de maíz,
donde no hubo más agua,
que el líquido y salado de tus lágrimas,
en busca de dulzura.

-Oye Miguel ¿qué somos?
-Cómo qué “qué somos”, uf Canda a ti el anís se te ha subido al tejadico y mira, te faltaba fumarte un porro y verás que terminamos llorando o la liamos pero bien liá, chica.
A Canda le empezaron a rodar las lágrimas y se le quebraba la voz. Miguel bajó la mirada y si sus lágrimas hubieran pesado algo más, se habrían escuchado al caer en la tierra polvorienta y seca.
La brisa del mar, el fondo mediterráneo frente a sus ojos, quieto, silencioso, de no ser por los gritos de los niños jugando en la fuente que acariciaba el sentido de tanta y tanta alegría que transmitían aquellos pequeños saltando entre los chorros de agua entre juegos y meriendas, que iban a parar al suelo.
-¿Sabes qué? no sé lo que seremos, pero sé que hemos elegido la carrera perfecta, no sé Candy, viendo el lugar que ocupé y el papel que tengo en mi familia desde que nací, estoy seguro de que hemos acertado y por lo poco que sé de tu historia ¿qué me dices?.
-¿Qué quieres que te diga? que tienes razón, que cada ser humano tiene un papel que realiza a lo largo de su vida, ya desde que nace. Y me gustaría tener una familia Miguel, tener 6 niños y que Pablo fuera el padre de cada una de esas criaturas. Levantarme por las mañanas abrazada al perfil de su espalda y soñar sobre su pie, no dejar nunc de hacerlo.  Me gustaría encontrar el equilibro, eso que nunca conocí entre mis padres.
Con ese recuerdo Canda se quedó traspuesta un instante, al mirar por la ventanita del establecimiento, la voz de la dueña la devolvió a la realidad.

-Señorita, atiéndame oiga.
-¿Qué?
-Que este es mi marido Juan de Dios y yo soy Pachita y que aquí vino a llevarla amablemente hasta el hotelito ¿sabe usted? y ya estamos en contacto entre nosotros, puede llamar a España desde acá, que las cabinas no funcionan todas, las que no están reventadas por los chicos de la calle, no se escucha el “aurículo” y ya vaya y descanse que tiene usted mal color.

Capítulo 2
Al cruzar las puertas del Larache…