miércoles, 12 de noviembre de 2014

LA REGADERA DEL ESTE MARTINA Y EL DINOSAURIO
13 de septiembre de 2011 a la(s) 23:05
Había una vez una regadera al este de un inmenso jardín con vistas a la deriva del mundo, azotada por el soplo del viento otoñal y recalentada en la época estival por la caricia de los rayos del sol.
Allí olvidada, pasaba sus horas soñando que algún día se podría marchar al otro lado del césped, esperando que uno de los habitantes de entre la hierba le regalase su compañía.
Era del color de la flor del iris y su alcachofa de un verde pastel, se hubiese podido decir de ella que era perfecta, pero, había un detalle que la hacía diferente del resto de las demás regaderas, tenía un pequeño agujero.
Bendito agujero que gracias a él y dándole la bienvenida, una pequeña mariquita se coló en el espacio malva y es aquí donde comenzó la vida de aquel lastimado recipiente de plástico a tener sentido emocional.
Fue una tarde estival, cuando se dio cuenta de que alguien habitaba en sus adentros, notaba vibraciones, cosquillas, rarezas, pasos de baile; prefirió callar y observar qué sucedería con el pequeño ser de caparazón bermellón y puntos del color de la regaliz.
Para nuestra anfitriona era un placer que aquel insignificante bicho habitase su espacio interior, los días se multiplicaban, las estaciones del año parecían sólo una, primavera, o dos, como mucho, primavera y verano.
Cada mañana observaba marchar a Martina, con alegres cánticos y una sonrisa cargada en su caparazón de un par de alas, la alegre mariquita, se perfumaba con el agua del rocío de la mañana, calzaba tacones de charol, usaba lentes para el sol sin cristales, pues  las pestañas del encantador animalito los atravesaría y fumando cigarrillos de hierba del sur del jardín, que ponía a secar durante horas, pasaba tardes enteras mirando al cielo soñando con ser bailarina.
La vida en común de ambas seguía un curso muy tranquilo, cuando de repente, una noche de luna llena, escuchó llorar a Martina y dar puntapiés a las pequeñas piedras del jardín con sus tacones de charol, se repetía una y un millón de veces que aprendería a dar pasos de baile; daba vueltas en círculo con aspavientos, enfados, reproches, hasta que de tanto llorar le llegó un mar de calma, quedándose plácidamente dormida sobre una hoja de roble y un puñadito de agujas del pino que impregnaba de resina a nuestra regadera.
La mañana se rendía a sus lamentos, como nunca sucedió, esperando que despertara Martina y poderle demostrar de la pasta que estaba hecha, un rayo de sol acarició su pobre y tímido rostro y ésta ante tanta luz, abrió sus ojitos y mirando al cielo se puso en pie, se coló por el agujero de la regadera y tras varias horas de embellecimiento, se marchó en busca de sus deseos.
Sus pasos eran firmes, decisivos; del sonido de sus pasos, se encargan los tacones de charol, su mirada triunfante al horizonte y bajo ella, su respingona nariz apuntando al camino de su sueño y nada le iba a impedir volar sobre las puntas de unas zapatillas de ballet, atadas a sus tobillos.
Ya de vuelta al espacio interior de la regadera, sus pasos eran lentos, pesados, silenciosos, es más iba descalza; le acompañaba la tristeza, que salió de entre los matojos y la abrazó sin piedad. El camino se hacía borroso, la vista como entre la niebla, espesa, repleta de lágrimas de cristal de Bohemia; cabizbaja y sin sentido entró en su pasajero hogar, esperando quedarse dormida y olvidar a sus enemigos pensamientos de derrota.
Habrían transcurrido un par de horas, cuando de repente, algo la hizo despertar sobresaltada en la calma y la quietud en que soñaba, miró a lo alto, y observó que los 1973 agujeritos de la alcachofa de la regadera, pues tan sólo uno de ellos estaba ocupado por una criatura que intentaba colarse.
Martina se levantó de repente y echó a correr al jardín guiada por la luz de la luna; ya lejos, desde la parte del oeste pudo ver con claridad a un enorme animal que de mil formas quería adaptarse a un agujero para poder entrar en casa de la mariquita. Viendo ésta la manera en que sufría el intruso, decidió tenderle su mano y ayudarle a bajar de los cielos en los que estaba.
Tras varios intentos ambos quedaron uno frente al otro sin mediar palabra, pero con sonrisas; Martina inició la conversación con una pregunta, asombrada por las medidas de las pezuñas de aquel personaje como salido de un cuento de piedras y comienzo del fuego. Harta de preguntar y no obtener respuesta dio media vuelta y se marchó pensando que aquel animal, aparte de raro era estúpido, éste corrió tras ella y al alcanzarla, con un gesto dulce, cubrió los ojos de la pequeña; fue cuando entendió lo que sucedía, el dinosaurio era mudo, le contó, mediante el pensamiento, como un ladrón de palabras le arrebató la voz para repartirla en partituras y convertirlas en notas musicales, que acudió en respuesta a sus lamentos y que juntos iban a alcanzar la cima una montaña donde probar de los sueños.
Amaneció la mañana y Martina se vistió de princesa para salir con Fortunato al inicio del largo camino de aprendizaje, éste que por sus dimensiones, al no caber en la regadera, durmió bajo el abrigo del roble, nada más verla llegar la acercó a la puerta para que se vistiese de exploradora, tras mucho esfuerzo en convencerla, la encantadora mariquita, aceptó la propuesta, cambió sus tacones por botas, se desembelleció y regalándose una sonrisa mutuamente emprendieron lo que después sería "la senda de los sueños que se pueden alcanzar si uno quiere".
Les acompañaba el brillo del sol, el canto de las aves, el cielo se presentaba de un azul intenso, el aire les acariciaba y las horas volaban entre el particular lenguaje ausente de palabras acústicas del par de seres extraños, uno de ellos aprendiz, el otro interpretaba el papel de maestro.
Fortunato, daba lecciones de cómo comerse al mundo en pequeñas cantidades, cambiar una lágrima por un par de sonrisas y una docena de recuerdos de corazón, de esos que abren puertas de castillos; de cómo saltar de alegría en cualquier momento, ante una simple pero intensa sorpresa, hacer amigos en lugares extraños sin miedo a nada.
Tras varias horas de comprensión, Martina le preguntó que quién era, que cómo sabía de sus reproches, sus lamentos, sus inicios, sus tropiezos; éste dirigió la mirada al fondo de la suya y le dijo, que era quien ella quisiera, era su presencia, lo dulce de un sueño, el eco de la montaña, un millón de estrellas fugaces..." Antes de tu primera respiración yo era quien cuidaría de ti, soy el que escucha tus pensamientos disfrazados de tristeza, acudo a calmarte allí donde estés a pesar de la distancia, quien da sentido a tu vida, quien te recuerda que cada día es único y te pide que trates a los segundos como a horas, quien te duerme cuanto esa noche tu corazón no cabe en tu cama de agitación, soy la alegría, la paz tumbada en la sombra de tus múltiples dudas, un cariño interminable, una locura que alza tus pies y te empuja a volar, a abrir las ventanas de tu cabecita inquieta de planes".
Al llegar a la sombra del viejo árbol se sentaron a descansar, Martina se rindió y quiso volver y el dinosaurio le contó lo largo que sería su camino de vuelta pues lo andaría sin su compañía, que se encontraría con fieros dragones dueños de fuego y despiadados, pero que de combatir con ellos, les vería desaparecer tal como lo hacen las nubes en el cielo; que antes de marchar pensara en aquello que más deseaba ser, Martina sonrió y los dos a la vez lo pensaron..."ser bailarina"... Y decidió quedarse junto a su gran y encantador amigo.
la noche cubrió el valle entero y Fortunato buscó a Martina para enseñarle la belleza que tantas noches podía contemplar, ella estaba mirándose en el río, soñando con ser grande y pisar los mejores escenarios; tras varias palmadas, el dinosaurio tocó el hombro de la pequeña y le indicó un sendero que llevaba a un lugar donde se vería la magia de las estrellas, la mariquita negaba con la cabeza, se negaba a acompañarle pues estaba demasiado ocupada construyendo su destino; su gran amigo la llevó del dedo gordo del pie, dejándole ver con claridad que iba de camino a aprender una lección.
Martina supo que debía cerrar los ojos y callar por dentro, sus sueños, los escenarios, el color de su ropa, le ocupaban todo su espacio interior; después miraría al cielo y Fortunato le enseñaría de cuanto se perdió por andar tan ocupada inventando largos caminos fugaces como estrellas.
En verdad, nunca imaginó la majestuosidad de aquel cielo visto con el corazón y la mente tan abierta como las alas de una mariposa, aquellos pequeños puntos de luz que alumbraban la oscuridad del momento, el sonido de las luciérnagas que alegraban el silencio. De nuevo los planes cobraban vida y Fortunato le tiraba de la oreja izquierda para que no se aliase con ellos y pudiese seguir disfrutando de la velada que se desplegaba ante ella. Martina sonrió y sintió que desde el interior, mezclado con el silencio su amigo le hacía,  de nuevo comprender lo sencillo de estar en contacto con la naturaleza, con el silencio de aquel instante que le prestaba la vida.
A la luz de la luna sonreía Martina, atendía a cada sonido en el silencio, de puntillas y escuchando los ronquidos de aquel ser de corazón de gelatina que dormía plácidamente; anduvo hasta llegar a orillas del río a meter las plantas de sus pies para calmar los tantos metros recorridos que se sentían en sus patitas sin tacones.
El reflejo del agua del río le devolvía la paz que poco a poco Fortunato le enseñaba a cultivar en silencio, a veces le resultaba complicado leer sus pensamientos y hacía como que le entendía, pero aquel animal de grandes pezuñas sabía cuándo verdaderamente atendía a sus palabras y cuándo andaba perdida por el cielo construyendo teatros a los que acudir a ver princesas vestidas de rosa con brillantes zapatillas y cabellos recogidos en redecillas, puestas de medias de rejilla, dispuestas a dejarla sin palabras ante tanta perfección de baile.
Sin querer y ante tanta quietud le subió de los pies a la mente el pensamiento que tantas paredes de ladrillos le antecedían a sus pasos y una lágrima del tamaño de una avellana, salió de sus ojos, recorrió una de sus mejillas y al caer al suelo, despertó a Fortunato que dormía plácidamente tras haber devorado un festín de frescas hojas de sauce con raíz de jengibre, lo que le despertó no fue el sonido de aquella lágrima al caer, fue el grito del sentimiento de tristeza que en ocasiones se colaba en su imaginación y se convertía en el doble de su tamaño.
Al escuchar la pequeña los pasos del animal encantador, se apresuró a secar sus lágrimas y a calmar los latidos de su corazón ante el sentimiento que le producía el pensar que muchas veces se sentía tan pequeña como una mota de polvo microscópica. Las palabras que le llegaron a su mente fueron: -"pero Martina, ¿cómo puedes pensar que eres pequeña y quién eres para juzgarte a ti misma?, imagina al sol, es grande, redondo, majestuoso, es... el rey, el astro rey, alguna vez en su compañía has jugado y además miles de veces de pequeña, al juego de las sombras..." y al terminar de escuchar las palabras en su cabecita de parte de Fortunato, ella le miró sorprendida y entonces le hizo entender de nuevo.-" Mira, si has podido ponerte delante del sol y cubrirlo sólo un poco, será que no eres tan pequeña, ahora mira tus pies, son más grandes que los de la pequeña ameba, tienes más tamaño que la pulga que vive en el establo cercano a mi hogar". Los ojos de la mariquita se abrían al entender que las palabras formaban parte de una lección que según ella estaba en la certeza de comprender a su modo.
A la mañana siguiente siguieron el camino sin mediar palabras, pues con la complicidad que ambos estaban aprendiendo ya no necesitaban de ellas, lo que existían eran sonrisas y se escuchaban muy lejos. No es que Martina llevara peso con ella, pero eso parecía, Fortunato que era el observador, se percató al ver los pasos cansados que daba la pequeña, -"Deja de mirarme así, que no voy a poder, que no puedo, que quiero volver, que si hablaras sería más sencillo tratar contigo, me aburres, me aburre el modo en que tengo que descifrar tu lenguaje, me siento culpable de tu falta de tono de voz".
-"Pero si llevas un largo tramo, esto es la vida, es caer, es levantarse, es decir que no y realmente eres tú quien levanta esas murallas, primero piensas en ellas, después las construyes con la imaginación y tus pies se cargan de plomo pesado que evita que vuelen tus sueños, no, así no, no se puede llegar así a ningún lugar, es como sentir frío bajo el calor del sol en verano, como ver la oscuridad de la noche en pleno día; pero si quieres marcharte, adelante, márchate; vine a enseñarte a lograr sueños y puedo volverme a mi hogar, al sitio que dejé para estar a tu lado hasta que aprendas, márchate, coge la mano de la cobardía".
Martina caminaba como  por azar, dejándose llevar, dolida, culpable con un saco enorme  de pensamientos acordes a su tristeza que arrastraba en su cabeza y la mirada clavada en la tierra de la polvorienta  senda, no quería abandonar aquel lugar, pero había un batalla entre sus sueños y cada minuto del día que había comenzado; miró a su amigo y le pidió disculpas, regalándole un abrazo y prometiéndole que nunca volvería a dudar. De repente comenzó el aire a soplar, fuerte muy fuerte, fresco muy fresco y con la ayuda de un escudo de madera, abatidos por tanto esfuerzo, por fin y de una vez, llegaron a la montaña prometida.
-Sube, no tengas miedo, sube que la vista desde lo alto es un regalo a tus pies, te sentirás la princesa de un castillo y ya no volverás a sentirte pequeñita y el pequeño ser, subió descalza hasta alcanzar el fin del trayecto.
El aire arriba olía a espliego, albahaca, enebro y canela y la sonrisa que lanzó al mirar al inmenso ser, la hizo darse cuenta del tesoro que escondía aquel momento en que por un agujero de la regadera se coló un personaje que jamás olvidaría y siempre guardaría en uno de sus tacones de charol.
-"¿Lo ves ahora, pequeño personaje testarudo?, creo que ha merecido este viaje y todos los cambios que has tenido que hacer, todo este girar de un lado a otro, tiene su recompensa".
Era un momento especial, era silencio, era paz, eran dudas revueltas entre las piedras que el viento se llevaba para siempre y por ser, era para no olvidarse nunca de él.
De nuevo sentía las palabras en su mente : "Toda tu vida has caminado mirando siempre al futuro, pensando, planeando, creyendo que habían mejores momentos que el instante presente, el mayor de los tesoros, siempre pensando en el color de tus vestidos, el aroma del rocío que perfumaría tu piel, has vivido como dentro de aquella regadera sin darte cuenta que la vida es más de lo que imaginas y sin saber apreciar pequeños detalles que se desvanecen como cuando la brisa sopla al diente de león y ¿sabes Martina, sabes qué hago yo a tu lado?, pues estoy recordando aquello que yo también un día dejé de recordar y este tramo de vida junto a ti me ha enriquecido más que el agua que pueda calmar mi sed; ahora verás la realidad de la vida y no tendrás dificultad para escuchar mis palabras, esas que te ofrezco siempre, pero ahora estarán en tu corazón y no en tu cabeza, porque ahora crees y si crees en mí siempre estaré a tu lado, en silencio y si tú me lo permites".
A la vez que sentía tantas palabras miraba hacia abajo y se daba cuenta de las tantas y tantas cosas que había perdido de encantarse con ellas, miró al cielo y quiso ser como las nubes, buscó la mano de su compañero y cuál fue su sorpresa al ver que se había marchado; lo primero que hizo fue asustarse al pensar en cómo bajaría de aquel sitio tan alto y en tales condiciones, pero no se dejó llevar por la emprendedora sábana del miedo y fue bajando poquito a poco y en pequeños pasos hasta llegar al pie de la montaña.
Unos cuantos días tardó en llegar al jardín donde estaba el interior de la regadera esperándola, al llegar entró rápidamente pensando que Fortunato estaba esperándola, pero no existía más que en su corazón, en sus recuerdos.
Con el paso de los años Martina se convirtió en una famosa bailarina que llenaba los mejores teatros del mundo, sentía la música tan en su interior que se dejaba llevar por ella y al finalizar cada obra, el mundo entero la vestía de sonrisas y del calor del éxito que cuando menos se espera más fuerte se recibe.
Una noche al finalizar una de sus obras alguien tocó a la puerta de su camerino, abrió y entró una preciosa oca con un libro debajo de sus plumas, Martina no entendía nada, cogió aquel libro del color del cielo abrió sus páginas y pudo ver cada una de sus fotos desde el comienzo de sus primeras obras, nunca se preguntó por quién sería fotografiada, en esos momentos solo bailaba el interior de su alma sin más que eso. Había una carta entre las fotografías, la cual decía: "Ahora entenderás qué sentido tuvo que un ladrón robase el sonido de mis palabras para convertirlas en partituras, eran para ti, Martina y no hubo tal ladrón, yo mismo las ofrecí al viento porque algún día serías la única que sentiría la verdadera realidad de su significado. Siempre estaré a tu lado, observándote, sonriendo al verte feliz y agradeciéndote tu ayuda prestada que nunca dejaré de tener presente, aprendí de ti la lección de que a veces las cosas no son lo que parecen, que dos personas pueden tener más en común y ser más semejantes a pesar de sus dimensiones diferentes. Espero que siempre sigas en la cima de la montaña donde yo mismo te llevé de la mano y cuidé de que nada malo te sucediera y que nunca olvides a este animal de enormes pezuñas".


Mayte Pérez                      
“De quien tanto aprendí, tanto quise a mi lado y tanto echo de menos”…

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