martes, 5 de mayo de 2015

"MÁS DE MIL PÉTALOS DE ROSAS Y UN ABRAZO DULCE"


Como al caer desde el cielo a tierra firme, sentí un peso sobre mi espalda. Al reaccionar no supe qué hacía en aquel lugar. Me levanté del suelo y caminé por aquella calle polvorienta; era de noche y hacía frío, aunque mis manos permanecían tibias.
Todas las luces de las casas estaban apagadas, al ser consciente de ello, di un suspiro y me agarré el pecho para restar inseguridad. Seguí caminando y subí a la acera, fue entonces cuando mi corazón daba mil vuelcos al ver aquella ventana iluminada; no supe si dar media vuelta o seguir a ese presentimiento, continué caminando.
Me senté en la acera frente a la fachada de la casa, entonces salió ella y miré hacia otro lado; no era como la recordaba en sueños, ni la sombra de aquel cascabel, de aquella guerrera siempre abriendo puertas, animando a la peor de las víctimas de los errores del pasado. Iba vestida de un color oscuro, sostenía entre sus manos una taza con leche caliente, que casi no podía mantener en equilibrio y un rosario asomaba por uno de sus bolsillos.
No miraba a un espacio en concreto, daba la sensación de que esperaba a un verdugo que ya conocía.
 Suspiró al escuchar un lamento y entró de nuevo en la casa. Me levanté de mi asiento gris y frío y empezaron a fundirse mi vida y la suya, era algo extraño y verdadero. Decidí que no había nada que hacer y tendría que marcharme.
No había recorrido ni diez metros y me adelantó con pasos tan firmes como su palabra ante todo aquel que formaba parte de su mundo.
Llevaba unas tijeras de podar, el pelo ondulado recogido tras la nuca y ansIas de recuperar algo que parecía haber perdido.
 Al caminar más cerca de ella, mi respiración y la suya se entrelazaron, quería tocar sus hombros y quitarle del pecho aquella aguja enhebrada con hilo blanco que se hundía en la primera prenda que la cobijaba del frío.
Al llegar a aquel huerto me miró y me hizo bajar la mirada, nos miramos las dos como si fuéramos cómplices de un plan fugaz en mitad de la noche.
Daba comienzo el día y se podía ver en su mirada perdida su intención, al dejar las tijeras sobre sus rodillas, se dejó llevar por la brisa que emanaba el peso de aquel día de febrero. “¿Me puedo sentar a su lado?” y me miró los labios, a la vez que me los tocaba con las suaves yemas de sus dedos.
Se veían brillar sus lágrimas y como labraban un pequeño camino hasta en mitad de su pecho. “Niña, vengo en busca de pétalos de rosas rojas, para dar color a la piel que se está volviendo nacarada y no sé cómo volverla a teñir”
No supe qué decirle y le traje todos los pétalos de aquellas rosas que dormían en el huerto, en el interior de una cesta de madera donde se guardaba la leña que caldea el ambiente en invierno. ”¿Crees que no te he visto llegar?” he salido a pedirte que me lleves con tu recuerdo a orillas de la playa mediterránea, a la hora en que se esconde el sol, que me quites los zapatos y entres conmigo en el agua”.
Al cogerme la mano y apretarla fuerte, supe de su angustia y me quise ir muy lejos de ella, para no sentirle caer el mundo a sus pies. Al pasar frente a aquella casa, el sol entraba por la puerta, traía vida y se llevaba un sueño que cambiaría por otro.
La última vez que la vi, se había cortado el pelo, el tamaño de su sonrisa era mayor, llevaba de la mano a un pequeño que iba comiendo un pedazo de queso fresco con gotas de miel de eucalipto, del color de sus pupilas. Me acerqué a aquel niño y mientras le acariciaba el pelo, me sorprendió su dulzura pícara y la forma en que me miraba los labios, me recordó a la caricia de los dedos de su madre recorriéndolos, aquella noche, de un extremo a otro, tan despacio que me hizo sentir un amplio perfil.
 Le quise abrazar y al hacerlo, recordé el día en que le ofrecí más de mil pétalos de rosas frescas a ella. Mientras le tenía cogido a mi cuello, la escuché susurrarme bajito “No dejes de subirlo a tus rodillas cuando le pueda el llanto, de contarle historias cuando te las pida en silencio, de curarle las grietas de su tejado, que a veces el mundo será demasiado grande para él, pues ocupa, aparte de su lugar, el de un sueño que late”.
Me despertó la caricia de la brisa del mar, escapando hacia el norte, peinarme la piel. Desde que tuve aquel sueño hace tantos años, sigo en busca de aquel pequeño y del sabor de su abrazo a queso fresco y miel de eucalipto, del tinte de sus pupilas”
Mayte Pérez






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