Bajaba la calle
Martina hasta puerta de Sol con una pecera en brazos mojada
con agua salada mediterránea en busca de
calor prestado y horas de colores que contar con los dedos de sus pies.
Bajo el cielo azul pastel maquillado con nubes blancas, sentía la dicha de que a su hambre
la iba a calmar más que una promesa, una realidad entera sin
mitades ni distancias que resolver.
Entre los pasos de la gente se escuchaban sus latidos
alborotados, perpetuos éstos desde que escuchó
a aquella voz infinita que la hacía subir de puntillas a la gloria.
En
su interior por las venas donde fluía su sangre había una mezcla entre
emociones, recuerdos con sabor a azúcar moreno, pensamientos clandestinos, ilusiones
pasajeras, ahora, quietas, como lo estaba en su mirada aquella imagen que nunca olvidará frente a
sus pupilas.
Le encontró tan perdido que ni siquiera supo decirle el
número de letras de su nombre,
llevaba una burbuja apunto de explotar, sobre sus hombros y
no sentía aquella tensión, incluso ejerciendo presión sobre su vida.
Olía a manzanilla recién cortada y su lamento, sordo a la
muchedumbre hacía para ella tanto ruido
como el cascabel que llevaba atado a su
tobillo derecho.
Se sentó al borde de aquella Fuente junto a su tristeza, le
prestó la palma de sus manos y le reveló el motivo que la hizo llegar a aquel
lugar. Aquel ser pareció despertar de su error al escuchar que Martina, había
decidido visitar la misma Fuente, donde ambos estaban sentados, para meter los
pies en sus aguas y poder hidratarse al corazón.
Y desde entonces, la
vista de aquel ser apunta, ahora, hacia un lugar adecuado, hecho a su medida, así
como lo fueron para sus pies los primeros zapatos que se esperan cuando tienes cinco años.
Esta fue la historia de un ser humano que al no sentir el tejido de la cobertura de su piel, creyó
tener un corazón de plástico, cerebro de
plastilina ajena que moldear, alma de cartón , emociones sordas, ilusiones
congeladas, sueños que despertaban, incluso sin haberse dormido; era un ser que
no sabía nadar en un medio líquido, incluso habiendo aprendido a hacerlo de la
mano de una sirena con zapatos de tacón de aguja, ni sabía respirar el aire, llevaba gafas de bucear para vivir.
Era un ser que creyó
ser pequeño ante la luna llena de agosto, y sin embargo, era un gigante con corazón
de gelatina, un soñador, privado de libertad, que vivía preso entre barrotes
que él mismo, cada noche, a la luz de sus pesadillas, construía, para cada
mañana meterse en otro mundo paralelo al suyo, pero en solitario.
Ahora ya no deja de soñar, incluso despierto, aun sabiendo
que el calor de Martina fue a parar al congelador, convertido en perfectos
cubitos de hielo, pero con forma de corazón, al que se abrazará cuando decida
ofrecerle el calor de sus manos, tal como ella, le ofreció aquella tarde de
septiembre, sentados de espaldas, ante otro medio líquido del color de las
praderas de la Isla de Ítaca...
Mayte Pérez (Puerta cerrada con llave inglesa)
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